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Martes 3 Noviembre 2015
Desde República Dominicana Dolores Puértolas nos cuenta lo siguiente:

«Emulando el slogan de Barack Obama en su campaña hacia la presidencia de los EE.UU., el grupo de Pastoral de la Mujer de la Parroquia de Sabana Yegua, en el sur de la República Dominicana, terminamos nuestras reuniones con este adecuado grito de guerra: ¡SÍ, SE PUEDE!

Para nosotras no es un lema político sino una idea que queremos que las mujeres hagan suya. Soñamos en empoderar a las mujeres, fortalecer su autoestima, capacitarlas y proveerles de recursos para mejorar sus vidas. Hace un año invité a cuatro mujeres profesionales del pueblo a unirse a mí y formar un equipo para conseguir que un buen número de mujeres vulnerables y sin estudios pudieran superarse.

 

El grupo, que se reúne quincenalmente, tiene capacitaciones de todo tipo y también da apoyo a casos particulares, al mismo tiempo que se ha configurado como un grupo de amigas y de apoyo mutuo. Lo más importante es que tras un año de reuniones se sienten felices de haber recibido talleres de autoestima, salud, familia, comunicación, psicología, contabilidad casera, etc. Y ahora estamos pasando a la segunda fase, la formación en emprendimiento, para que puedan iniciar pequeños negocios y ganen un sustento para ellas y para su familia. Muchas de las que acuden son madres solteras que han criado entre 5 y 7 hijos. Algunas han llegado a plantearse ir a la universidad, pero ante la falta de recursos han preferido que sus hijos mayores puedan hacerlo, sacrificándose ellas una vez más. Son mujeres luchadoras; la mayoría no se han echado atrás ante las dificultades de la vida, realizando todo tipo de trabajos (¡incluso quemar carbón!) para sacar adelante la familia y lo cuentan con orgullo. También nosotras nos sentimos muy orgullosas de quienes son y de su voluntad de empoderarse, y por eso al finalizar las reuniones terminamos con el ‘grito de guerra’ para poder salir al campo de batalla de la vida: ¡Sí, se puede!”

 

 


Martes 27 Octubre 2015

Hace algunos meses Perla Fernández se apuntó al curso de confección de bolsos que ofrecía la Parroquia La Sagrada Familia en Sabana Yegua. Anteriormente ya había completado el curso general de costura, y también uno de tapicería. De hecho su padre es tapicero, pero las entradas que le aporta este negocio son muy escasas. La preocupación de Perla era apoyar a su padre y a la vez conseguir recursos para continuar estudiando: tuvo que interrumpir sus estudios al tener a un hijo, pero ahora consiguió una beca para ir a la universidad. Sin embargo, todavía tenía que conseguir recursos para pagar su transporte y materiales de estudio, y entonces se inscribió al curso de confección de bolsos. Terminado el curso, Perla ha podido vender un buen número de los bolsos que ha confeccionado allí, y con los ingresos de la venta ahora podrá pagar su transporte y materiales de estudio. Nos alegramos mucho por ella, y la felicitamos por su tenacidad. ¡Ánimo Perla, que ya tienes el impulso para iniciar la universidad!

 

 

 


Martes 20 Octubre 2015
Martí Colom
 
Decía el hermano Roger Schutz, fundador de la Comunidad de Taizé, que «Dios nunca condena a nadie al inmovilismo»[1]. Hermosa frase de alguien que entendió que las personas estamos hechas para avanzar y caminar, de alguien que quiso vivir en la desinstalación permanente y a quien siempre preocupó (tanto en individuos como en instituciones) la falta de horizontes.
 
Una paradoja de nuestro tiempo, de la época en que vivimos, es que combina cambios rapidísimos y aceleración constante en la superficie con un profundo inmovilismo de fondo. La tecnología a la que tenemos acceso evoluciona a tal velocidad que a veces es difícil seguirle el ritmo: lo que hace apenas unos años era impensable se convierte en habitual, y pronto caduca para dar paso a nuevos avances que invaden nuestras vidas y nos permiten, entre otras cosas, comunicarnos de formas nuevas, más rápidas y más precisas. Vivimos en la “desinstalación permanente” de nuestros hábitos cotidianos, pues las costumbres de hace muy poco (cómo compartíamos información, cómo accedíamos a ella, cómo comprábamos un libro o un billete de tren, cómo aprendíamos un idioma, cómo tomábamos notas de una reunión…) han sido radicalmente transformadas por nuevos medios, que han modificado hasta la manera misma en que nos relacionamos. Y sin embargo, sería un error asumir que dicha aceleración constante nos hace inmunes al inmovilismo: pues, como decíamos, se trata de una transformación superficial, de lo externo, de “la corteza” de nuestras vidas, que es perfectamente posible gestionar sin que el fondo, nuestra sustancia, cambie ni un ápice.

Es en el ámbito de nuestras opciones íntimas, de las ideas, de nuestros sistemas de valores personales y colectivos (en los que el impacto de la tecnología es mucho menor) donde el inmovilismo más debería preocuparnos, porque allí es donde suele reinar y ser más dañino. Y a pesar de la rápida transformación tecnológica en que todos vivimos sumergidos, nuestro tiempo no se caracteriza por un avance igualmente ágil de nuestras mentalidades: personas y sociedades seguimos atrincherados en cien pequeñas ideologías que a menudo nos enfrentan, en viejos antagonismos, en prejuicios hacia lo desconocido, en recelos, en ausencias incomprensibles de diálogo.


 
Este inmovilismo es dañino porque en la rigidez del espíritu perdemos las grandes oportunidades de avanzar, de vislumbrar caminos nuevos de entendimiento; en la inflexibilidad del pensamiento es donde nos empequeñecemos. El inmovilismo, en definitiva, es realmente una condena porque nos limita. Lo formuló hace más de un siglo el cardenal Newman: «En un mundo más elevado es de otro modo; pero aquí, vivir es cambiar, y ser perfecto es cambiar frecuentemente»[2].
 
En el momento vibrante en que nos hallamos hoy en la Iglesia, en medio de la llamada “primavera del papa Francisco”, es importante recordar voces como las de Schutz y Newman, que sin renunciar a la riqueza de la tradición nos invitan a desconfiar de la rigidez, y a vernos a nosotros mismos como personas en movimiento, miembros de una Iglesia peregrina, de una comunidad en camino, espíritus en evolución que no quieren vivir condenados del inmovilismo. Como cristianos, sabemos que no se trata de olvidar nuestras raíces sino de ahondar cada día, más y más, en la profundidad del mensaje de Jesús. Lo dijo de forma inmejorable Juan XXIII: «No es el evangelio el que cambia: somos nosotros los que comenzamos a comprenderlo mejor»[3].
 
Sólo avanzaremos en esta mejor comprensión gradual de la fe si renunciamos, convencidos y de raíz, al inmovilismo en nuestros corazones.
 
 
[1] K. Spink, Hermano Roger. La vida del fundador de Taizé. Herder, Barcelona, 2009, p. 80.
[2] J. H. Newman, An Essay on the development of Christian Doctrine. Longmans, Green and Co., London/New York, 1900, p. 40.
[3] Citado en G. Gutiérrez, “La recepción del Vaticano II en Latinoamérica”, en G. Alberigo;  J. P. Jossua (eds.), La recepción del Vaticano II. Cristiandad, Madrid, 1987, pp. 213-237; cita en p. 217.
 

 


Martes 13 Octubre 2015
Una semana antes de que empezaran oficialmente las clases, el grupo de trabajo y las maestras del centro San José emprendieron actividades de reubicación de las aulas, acomodaron muebles, pintaron los salones retocando las puertas, asearon a profundidad paredes y pisos, y posteriormente realizaron la decoración del recinto preescolar. Todo con el fin de brindar una calurosa bienvenida a los niños de Jardines de San Juan, en las afueras de la ciudad de México, cuando llegaran a su primer día de clase.
 

 
Así hemos iniciado el nuevo ciclo escolar 2015-2016 en el Centro Comunitario de Desarrollo Infantil San José, contagiados de alegría, porque sabemos que cada día trabajamos en la construcción de valores para formar niños y niñas con mejores aspiraciones para su futuro.
El primer día de clase por la mañana, mamás y algunos papás llegaron a la puerta principal del centro para dejar a sus hijos e hijas en manos de sus “segundas mamás”, las maestras, para luego desplazarse a sus lugares de trabajo. Algunos niños llegaban ya con deseos de entrar a convivir con sus amigos y compañeros, a otros les costaba trabajo regresar ya que se la pasaban muy bien en casa con su abuelita y hermanos, otros llegaban temerosos al ser su primera vez, y los más pequeños no dejaban de llorar al notar que se desprendían de los brazos de su mamá y los recibían unos “extraños”.
 
Como ocurre en todas partes y en todas las edades, la adaptación al nuevo entorno educativo, después del verano, toma unos días, mientras los pequeños se acostumbran al ambiente, y al trato interpersonal con los demás. Las primeras semanas de este regreso a clases la tarea principal de las maestras es manejar bien estos aspectos para que los niños se acostumbren, se relajen y puedan convivir a gusto.
 
 
En este nuevo curso el primer día contamos ya con 106 niños y niñas, sin haber hecho una campaña previa, cosa que nos satisface mucho. En años anteriores no habíamos rebasado la cifra de 100 niños, y nos alegramos en estos momentos de poder prestar este servicio de alimentación, educación preescolar y ayuda al desarrollo a los niños que lo necesitan entre esta población joven y creciente, en la que nuestro programa goza de un índice de aceptación cada vez mayor.
 

 


Jueves 8 Octubre 2015
Pablo Cirujeda
 
“Cuando estéis orando, perdonad lo que tengáis contra quien sea, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras faltas” (Mc. 11, 25).

Llama la atención en el evangelio de Marcos esta frase de Jesús, que parece limitar o condicionar el perdón de Dios a nuestra capacidad de perdonar. Otros evangelistas (Mateo y Lucas) han incorporado este dicho de Jesús a la famosa oración del Padrenuestro, que repetimos a diario: “perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt. 6, 12; Lc. 11, 4).

 
En el entender popular, parecería que Jesús estuviera estableciendo una condición previa para poder recibir el perdón de Dios: si no perdonas a los que te han ofendido, Dios no te perdonará. En nuestra mentalidad tantas veces proporcionalista o comercial,  podríamos llegar a pensar que Jesús estuviera limitando el perdón divino a nuestra capacidad de perdonarnos los unos a los otros. Si me das, te doy…¡me temo que muchos saldríamos perdiendo en este intercambio!

Por otro lado, el mismo Jesús, cuando habla en otras ocasiones de la capacidad de perdonar de Dios, lo hace apoyándose en imágenes y parábolas que parecen indicar todo lo contrario, como por ejemplo en el dicho “Vuestro Padre del cielo hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5, 45). Las parábolas del Hijo Pródigo o de la Oveja Perdida, entre otras muchas, también apoyarían esa idea de un Dios que no entiende de proporciones ni de justicia cuando se trata de ejercer la misericordia y el perdón.

Entonces, ¿por qué esa petición de Jesús de que seamos nosotros los que perdonemos primero? Pues porque el perdón es un arte en el que hay que ejercitarse, y que solamente se aprende practicándolo. Y Jesús indica a sus discípulos la fórmula para capacitarnos en este arte de perdonar: Quien no aprenda a perdonar, a vivir sin rencor, a soltar el fardo pesado del odio y de los deseos de venganza y de justicia, tampoco sabrá aceptar ni recibir el perdón de los demás, y mucho menos el de Dios.


Porque no solo hay que aprender a perdonar, sino también a ser perdonados. En definitiva, quien no sabe perdonar, tampoco sabe ser perdonado. El perdón del que habla Jesús siempre es gratuito, ya que no es proporcional al agravio cometido, ni tampoco es merecido porque uno se lo haya ganado a través de algún tipo de restitución o pago. El perdón se otorga libremente, cuando elegimos vivir una vida sin cuentas pendientes con los demás.
 
En esta escuela del perdón que Jesús propone, primero hay que aprender a perdonar, es decir, a hacer una opción personal por no vivir con agravios ni con rencor, renunciando a reivindicar las deudas que los demás puedan haber contraído conmigo. A partir de esa libertad interior, en la que ya no esperamos ni exigimos la restitución de la culpa, ni que los demás vengan a disculparse conmigo, somos capaces también de recibir el perdón del prójimo como un regalo, y, a través de ellos, el perdón gratuito de Dios, que no conoce el rencor ni el odio.

Rezando el Padrenuestro, cada día repetimos las palabras de Jesús, que nos enseña un arte que él llegó a dominar: el arte del perdón, y que llevó a su perfección en la cruz: “Padre, perdónales, que no saben lo que se hacen” (Lc. 23, 34).

 


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