
Si los católicos supiéramos más del judaísmo, de la cultura y de las fiestas y otros rituales, entenderíamos mucho más al Jesús de los evangelios—quien nació y murió judío. La fiesta de Pentecostés que acabamos de celebrar hace unos días es un buen ejemplo. Pentecostés era ya una de las fiestas más importantes del calendario judío, la fiesta del Shavuot—que el griego del Nuevo Testamento tradujo como Pentecostés—literalmente, cincuenta días después.
El festival de Shavuot es una de las tres fiestas principales del judaísmo en las que se hacía una peregrinación al Templo en Jerusalén junto con el Pésaj, la Pascua y el Sucot, la fiesta de las cabañas. Así entendemos a todas estas gentes de otras partes de Israel y de los judíos en la diáspora “entendiendo” a los discípulos que acaban de recibir el Espíritu: “Entre nosotros hay medos, partos y elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene. Algunos somos visitantes, venidos de Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes” (Hechos 2: 9-11.)
El Shavuot era una fiesta de la primera cosecha, el Bikkurim, pero sobre todo celebra el momento en el que Dios entrega la Ley a Moisés, y, por ende, al pueblo que peregrinaba en el desierto. Para los judíos se celebra la entrega de la Ley, mientras que nosotros los cristianos—Pueblo de Dios también peregrino—celebramos la entrega del Espíritu. Será fructífero vivir esta realidad (ley-espíritu) no como una contradicción o una mejora, sino como una tensión creativa.
Otra forma en la que la comprensión del Shavuot judío puede iluminar el Pentecostés cristiano es que Shavuot no solo recuerda el evento histórico, sino que invita a renovar el compromiso con la Torá, y con una vida guiada por la sabiduría divina. Los cristianos también celebramos el evento histórico, pero Pentecostés contiene también una oración: que el Espíritu Santo de Jesús, el Espíritu de Dios, siga siendo derramado sobre nosotros y nuestras comunidades. Deberíamos ser individuos y comunidades en un estado permanente de Pentecostés.
En Shavuot se ofrecían en el Templo los primeros frutos, es decir, las primicias de la cosecha. San Pablo retoma esta imagen al hablar de las “primicias del Espíritu”: “Y no solo ella [la creación], sino también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8,23). Así como en Shavuot se presentaban los primeros frutos de la tierra, en Pentecostés recibimos las primicias del Espíritu, anticipo de la plenitud futura y promesa de la venida del Reino de Dios.
El Espíritu Santo, derramado en Pentecostés, no es solo un don del pasado sino una presencia activa que transforma la vida cristiana en un campo fértil. Así como los bikkurim eran una señal de esperanza y gratitud —un gesto concreto de que la cosecha venía en camino—, las primicias del Espíritu nos colocan en una tensión hermosa: ya hemos recibido, aún esperamos.
Esta experiencia se traduce en frutos concretos: el amor que perdona, la paz en medio del caos, la fidelidad que desafía al tiempo. La esperanza contra toda evidencia. Cada uno de estos frutos, invisibles y reales, es parte de esa cosecha inicial que prefigura la plenitud del Reino. No es casual que san Pablo también hable del "fruto del Espíritu" (Gálatas 5: 22): lo que comenzó como una imagen agrícola se convierte en experiencia espiritual encarnada.
Pentecostés no es solo el recuerdo de un don recibido, sino el impulso de una misión confiada. Así como los primeros frutos eran llevados con gozo al Templo como signo de gratitud y esperanza, ahora la Iglesia —animada por las primicias del Espíritu— se convierte en ofrenda viva para el mundo. Cada discípulo, lleno del Espíritu, es enviado como sembrador de vida nueva: donde hay división, lleva comunión; donde hay oscuridad, enciende esperanza; donde hay muerte, proclama Resurrección.
La vida cristiana es, entonces, camino de misión: la proclamación de llegada de un Reino que no solo viene, sino que ya está fermentando entre nosotros. Somos una iglesia en éxodo, en salida, llamada a fermentar la historia con la levadura del Reino, sin esperar pasivamente la plenitud futura, más bien la anticipamos, la anunciamos y la encarnamos.