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Miércoles 3 Octubre 2018


La Iglesia, cuya historia nunca ha sido tranquila, está viviendo una época de indudable agitación. La insistencia del papa Francisco en la necesidad de huir de esquemas autorreferenciales para ir formando una comunidad eclesial más misionera, más sensible a la injusticia social, más descentralizada, más abierta a todo tipo de personas, con un mayor protagonismo de la mujer y más atenta a toda clase de excluidos y de heridos (el famoso “hospital de campaña” del que tantas veces ha hablado) no gusta a todo el mundo. La oposición a sus reformas, a sus gestos, a su mensaje, a la dirección que ha ido imprimiendo al mundo católico, está organizada y (digámoslo sin eufemismos) en pie de guerra. Es una oposición abierta y tenaz, más fuerte en algunos países que en otros (muy enérgica en los EE.UU. y en Italia, por ejemplo) encabezada y alentada por jerarcas de mucho peso (así como los hay, de mucho peso también, al lado de Francisco). En algunos medios católicos de corte inmovilista los ataques al papa son el pan de cada día. Como respuesta, en otros medios, de corte más progresista, sus columnistas se sienten obligados a salir a diario en defensa del obispo de Roma.

Lo primero que queremos subrayar es que esta tensión no tiene por qué ser mala. Pone de manifiesto la humanidad de la Iglesia, su realidad política, le quita el manto de impasibilidad y de “no ser de este mundo” con el que a veces se había querido vestir (o disfrazar, pues las tensiones han existido siempre). En el mejor de los casos es una tensión que puede propiciar que se dialogue más a todos los niveles. Si cardenales y nuncios discrepan abiertamente entre ellos, ¡y con el mismísimo papa!, ¿por qué no deberíamos mostrar también nuestras discrepancias los que no llevamos birreta roja, los laicos, los sacerdotes, todos? Tal vez la exposición franca de nuestras divergencias nos ayudará a encontrar más salidas que la pretensión de que la Iglesia es una balsa de aceite.

En segundo lugar, queríamos llamar la atención sobre el hecho de que quizá detractores y paladines del papa se equivocan por igual al centrar el debate en la persona de Francisco. Los personalismos nunca son buenos: adular al líder porque me siento identificado con él puede ser tan infantil como denostarlo porque su mensaje me incomoda. Y plantear los conflictos que sacuden la Iglesia en términos de fidelidad o animadversión hacia el pontífice distorsiona la verdadera naturaleza de la crisis. Quienes centran el debate en la persona del papa corren el riesgo de convertir el problema en una discusión sobre las virtudes o defectos particulares de Francisco, y, en consecuencia, pueden perder de vista lo que realmente está en juego. Los temas de fondo van mucho más allá de la persona que hoy ocupa la silla de Pedro en Roma.

Lo que está en juego, por supuesto, es la fidelidad de la comunidad eclesial al Espíritu Santo. ¿Está la Iglesia, en su conjunto (encabezada por el papa, eso sí), siendo dócil al Espíritu o resistiéndosele? Y puesto que en la Iglesia hay corrientes contrapuestas, la cuestión de fondo es la fidelidad de cada una de ellas al Espíritu.

Dejemos al papa tranquilo, por decirlo así, dejemos de centrarnos tanto en examinar cada palabra y cada declaración suya (algo que Francisco tal vez agradecería) y centrémonos en lo que, como cristianos, debería importarnos más: ¿Quién, en la situación que estamos viviendo, está siendo más fiel al Espíritu de Jesús? ¿Quién se está dejando llevar, sin miedos, por el Espíritu Santo que en Pentecostés se derramó sobre los discípulos y así engendró la Iglesia?

Es obvio que si planteáramos esta pregunta a unos y a otros todos responderían: «Nosotros». Un tradicionalista asustado por la mentalidad de Francisco y un liberal enamorado del papa asegurarían, con idéntico fervor (y muy probablemente con igual sinceridad): «A nosotros solo nos mueve la fidelidad al Espíritu».

Por desgracia, todavía no existe un «fidelidamómetro» que nos permita evaluar la fidelidad de personas y colectivos, como si de un termómetro para saber la temperatura se tratara. ¿Cómo responder, entonces, a la pregunta sobre la fidelidad al Espíritu? ¿Cómo descubrirla? Sugerimos un modo de hacerlo.

El Espíritu, y de eso no nos puede caber duda, es entregado, generoso y nunca busca el propio bien. Partiendo de esta base, quizá una manera de examinar la fidelidad que cada uno practica al soplo del Espíritu sería haciéndonos la antigua pregunta latina que conoce todo buen lector de novelas policíacas: ¿Cui bono? ¿A quién beneficia la polémica? ¿Quién está protegiendo sus intereses? ¿Quién está defendiendo su posición?

Y las preguntas opuestas, que en este caso señalarían quien, al no buscar su propio bien, estaría siendo más fiel al Espíritu: ¿Quién se está arriesgando más? ¿Quién está anteponiendo las necesidades de las personas a las de la institución? ¿Quién, en verdad, se busca dolores de cabeza?

No parecería, ciertamente, que arriesgan mucho ni pierden nada los que se atrincheran en posturas inmovilistas, autocomplacientes, muy seguros de sí mismos, y aseguran que la solución a los problemas que afectan a la Iglesia pasa por frenar cualquier posibilidad de reforma y regresar a los esquemas rígidos de ayer.

Y, por otro lado, no parecería que sean los que (empezando por el papa) apuestan por una Iglesia en salida, «accidentada, herida y manchada por salir a la calle»[1] quienes están defendiendo su posición, quienes buscan la placidez que otorgaría no plantear preguntas incómodas, quienes tratan de mirar hacia el otro lado para no tener que enfrentar las faltas de la propia institución. Su esfuerzo por librar la Iglesia de automatismos autoritarios y de despojarla de clericalismos caducos, de hecho, les está complicando la vida.

La prueba del ¿Cui Bono?, en definitiva, deja muy pocas dudas acerca de quién se está dejando guiar por el Espíritu.


[1] Papa Francisco. Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 49


 

Martes 24 Julio 2018

La posverdad, Mark Twain y nuestros miedos

 
En teoría vivimos en un mundo que valora positivamente la verdad, y si nos preguntaran qué virtudes esperamos encontrar en nuestros líderes políticos (y también en intelectuales y académicos, en la gente del mundo de la cultura, en los profesionales del periodismo…) seguramente muchos mencionaríamos la integridad y la honradez, sin tenerlo que pensar demasiado. Queremos creer que nuestra sociedad aplaude a aquellos que dicen la verdad y repudia a los que mienten.
 
Ahora bien, ¿es así? ¿Hasta qué punto nos importa realmente que los políticos a quien votamos, los analistas a quien escuchamos y los autores a quien leemos sean veraces?
 
Es pertinente formularnos estas preguntas porque, de hecho, la evidencia sugiere que el debate público actual está infestado de mentiras y mentirosos: líderes políticos de todo signo se plantan a diario ante los micrófonos y sin que les tiemble la voz nos dicen medias verdades, tergiversan los hechos, omiten información, aseguran cosas que no saben… tanto es así, que hasta hemos acuñado un término, el eufemístico “posverdad”, para hablar de esta vitalidad de la mentira.
 
Pero seguramente este no es el principal asunto: siempre han existido personajes que han pensado que el engaño era la vía más rápida hacia el poder. La cuestión que nos interesa explorar es otra: nos queremos preguntar hasta qué punto vivimos en la era de la posverdad porque nosotros (los ciudadanos de a pie) lo permitimos. ¿Por qué permitimos que nos mientan?
 
En esta breve reflexión quisiéramos sugerir, en efecto, que el problema no está tanto en el líder que ofrece un discurso en el que falsea la realidad, sino en la población que lo aplaude a pesar de sus mentiras. Tal vez lo que ocurre es que (en contra de lo que nos decimos a nosotros mismos) no buscamos por encima de todo líderes cuyo compromiso con la verdad sea incuestionable. Quizá lo que buscamos en nuestros líderes son otras cosas, y estamos más que dispuestos a renunciar a la verdad si este es el precio que toca pagar para conseguirlas.
 
La normalización de la mentira
Sin que la siguiente afirmación pretenda ser un dictamen absoluto (no quisiéramos negar la existencia de líderes actuales comprometidos con la verdad), digamos, como punto de partida, que la falsedad no es extraña, ni siquiera excepcional, en la boca de las figuras públicas que a diario se asoman a nuestras pantallas, noticieros y periódicos. Se trata de un fenómeno global: en el norte y en el sur, en países grandes y en naciones pequeñas, en democracias y en dictaduras, hay autoridades que mienten, y que mienten descaradamente. Se trata de un hecho tan común que ya no escandaliza a nadie. No faltan, afortunadamente, medios de comunicación más o menos independientes que se empeñan en poner de relieve la falta de integridad de las figuras públicas: ya va siendo frecuente, por ejemplo, que la prensa analice la veracidad de las afirmaciones de los participantes en un debate electoral, una vez el debate ha concluido. Nos informan: «El candidato 1 tergiversó la realidad en tal afirmación; el candidato 2 no tiene pruebas factuales que apoyen lo que dijo en respuesta al candidato 3; las cifras económicas que ofreció el candidato 3 son cuestionables». Nos informan… y después no pasa nada. Y eso es lo grave.
 
Lo preocupante, insistimos, no es que haya políticos que mientan: lo grave es que los ejercicios de desenmascaramiento a través de los cuales se ponen de manifiesto sus mentiras no afecten negativamente sus carreras; lo grave es que ellos mientan, nosotros lo sepamos y, sin embargo, los sigamos votando. Como si no nos importara mucho que unos personajes que están pidiendo nuestro voto, o que ya dirigen nuestros gobiernos, dejen caer, aquí y allá, inexactitudes, mentirijillas y calumnias. Parece, como apuntábamos, que hayamos aceptado que en el juego político la mentira es inevitable.
 
Que los hechos no estropeen una buena historia
Tal vez haya algo de cierto en la idea de que la mentira no se puede evitar, porque la falsedad en la que caen con tanta facilidad nuestros líderes es, en parte, consecuencia del momento que vivimos: en nuestro mundo digitalizado, acelerado e hiperconectado, donde nadie parece tener tiempo para detenerse a examinar la complejidad de las cosas, solo funcionan bien los mensajes simples. Nuestros líderes han entendido que sus discursos deben ser directos, despojados de matices, y por lo tanto se ven empujados a simplificar realidades muy complejas. Es decir, que muchas veces la mentira no empieza como tal: empieza como un intento de reducir problemáticas complicadas a esquemas fáciles de explicar. Para lograrlo, un día se ignora un elemento del problema («hoy no hay tiempo de entrar en eso»); otro día se magnifica el aspecto del asunto que nos conviene resaltar («todo lo demás es secundario»); otro día se sacan de contexto las declaraciones de un rival; y muy pronto, después de dar varios pasos en este sentido (simplificar, simplificar, simplificar…) lo que se está comunicando ya es una falsedad pura y dura.
 
Daría la impresión, en definitiva, de que nuestros líderes han decidido seguir al pie de la letra aquella irónica máxima que se atribuye a Mark Twain: «No dejes que los hechos estropeen una buena historia». Los hechos son un fastidio para quien busca el aplauso de una sociedad que nunca tiene tiempo para examinar a fondo ninguna cuestión. Eso es lo que han comprendido los líderes de hoy, y se diría que más de uno ha convertido el “consejo” del autor de Tom Sawyer en su divisa más sagrada. Con un tweet es más fácil explicar una buena historia en blanco y negro que describir los tonos grises y las ambigüedades que la vida nos presenta. Eso sí, para lograr que nuestra historia sea buena, a menudo tendremos que obviar hechos incómodos y contradictorios. Muchos políticos, instalados en esta lógica, dejan de ser cuidadosos analistas de la realidad para convertirse en excelentes fabuladores: lo que importa ya no es examinar con rigor la totalidad de los datos disponibles, sus paradojas y sus ambivalencias; lo que interesa es elaborar una narrativa coherente y atractiva que todo el mundo pueda entender, aunque para lograrlo haya que descartar algunos hechos (los que echarían a perder la nitidez del relato).
 
 Mark Twain describió irónicamente los mecanismos de lo que hoy llamamos “posverdad”.
 
Vivimos inmersos en un gigantesco mercado global de información: en este mercado, donde la oferta de mensajes es vastísima, los emisores (aquellos que creen tener algo que decir) compiten entre ellos con uñas y dientes por conseguir la atención de un número significativo de receptores; se desata la lucha para lograr que mi mensaje sea escuchado por más personas que el tuyo, el combate para asegurar que mi opinión no desaparezca en pocos segundos arrollada por la catarata constante de opiniones de otra gente. En esta lucha sin cuartel por conseguir ni que sean unos pocos instantes de relevancia, los mensajes simples (las «buenas historias» que, para serlo, deben ignorar los hechos que las estropearían) tienen muchas más posibilidades de sobrevivir que los mensajes complejos, matizados, necesariamente extensos y farragosos, que exponen la ambigüedad de los asuntos tratados. Dicho crudamente: si quieres que te escuchen, miente.
 
¿Por qué permitimos que nos mientan?
Lo dicho hasta aquí tal vez explique por qué el compromiso de tantas figuras públicas con la verdad es, en el mejor de los casos, tenue. Nuestros líderes buscan la relevancia, les aterra quedar fuera de los focos, y piensan que si simplifican su discurso (y tarde o temprano eso los lleva a mentir) podrán mantenerse en la cresta de la ola y seguirán siendo relevantes. Pero ¿por qué les funciona la táctica? En otras palabras, la pregunta que queda pendiente es la que nos hacíamos al iniciar esta reflexión: ¿Por qué seguimos votando, escuchando y aplaudiendo a gente que falsea la verdad? ¿Por qué no reprobamos al mentiroso? ¿Por qué permitimos que nos mientan?
 
Aunque es probable que no exista una respuesta universal a esta cuestión, sí nos parece interesante apuntar en la siguiente dirección: quizá a menudo toleramos que nos mientan (y a veces hasta lo exigimos) porque deseamos una casa; anhelamos con todo el corazón tener una casa ideológica, una comunidad de pensamiento y sensibilidades que podamos llamar “hogar”, en la cual nos sintamos cómodos y seguros. Queremos mapas bien definidos del territorio moral en el que nos movemos, y queremos estar muy seguros de quién está de nuestra parte. Necesitamos saber con quién sentirnos en familia. Este anhelo tiene un miedo correlativo: el terror a la intemperie, a vivir sin hogar, a no pertenecer a ningún bando, a ser lo que podríamos llamar unos “sintecho ideológicos”. Es este miedo, combinado con aquel anhelo, el que nos lleva a tolerar las tergiversaciones de nuestros líderes: porque en realidad lo que esperamos de ellos no es un discurso verídico y factualmente irreprochable sino un discurso que confirme nuestras posturas, que certifique que estamos en el bando correcto, que ratifique nuestras sensibilidades, que corrobore lo que ya sabíamos. No queremos cuestionar a los líderes, cuando dicen medias verdades o cuando mienten sin rubor, porque cuestionarlos nos empujaría a la periferia del grupo y, de allí, quizá, a la indigencia, a la intemperie, a convertirnos en aquellos sintecho ideológicos que nos aterra llegar a ser.
 
En definitiva, a nuestros líderes les toleramos las falsedades precisamente porque son los nuestros, los que nos ofrecen aquella casa ideológica que anhelamos, los que nos dicen que tenemos la razón.
 
¿Es posible corregir esta lógica y recuperar la centralidad de la verdad, para que ella nos ayude a entender mejor el mundo y a buscar soluciones duraderas a nuestros conflictos y retos? Creemos que sí: para lograrlo, lo principal es perder el miedo a la intemperie, y comprender, por decirlo de alguna manera, que las estrellas se ven mejor desde un descampado que desde el centro de la ciudad. Liberados del miedo a quedarnos sin casa ideológica podremos atrevernos a ser un poco más críticos con nuestros líderes; a reconocer lo que haya de razonable en la postura de nuestros rivales; podremos arriesgarnos a examinar las paradojas, complejidades y contradicciones de cada situación. Y podremos dejar de sacrificar los hechos en aras de lograr una buena historia. Mejor aún: por fin entenderemos que la mejor historia es aquella que no excluye ningún hecho. Mark Twain, en el fondo, lo sabía muy bien.


 

Martes 5 Junio 2018

Nos referimos en un anterior escrito a la valentía de Tomás en el evangelio de Juan (“Tomás: La valiente necesidad de la experiencia”), así como a su modernidad en tanto que se muestra necesitado de tener “experiencia” del Resucitado (de hecho, hay quien le ha considerado por ello “patrono de la Ilustración”[1]). Intentaremos ahora centrarnos en el significado de su nombre. ¿Por qué el autor de este evangelio insiste cada vez que aparece nuestro personaje en aclarar que “Tomás” significa “mellizo” (en griego, “dídimo”)?. ¡Lo hace hasta en cuatro ocasiones!
 
Una primera aproximación nos llevaría a considerar la ambivalencia del personaje –en el mundo romano, el dios Janus Geminus (“gemelo”) era representado con dos caras. Tomás se mueve en dicha ambivalencia, con un polo positivo y otro negativo, en todos los pasajes en que aparece:
 
- Jn 11,7-16: En el contexto de la muerte de Lázaro, cuando Jesús propone subir a Judea, por un lado a Tomás le puede la fuerza del compañerismo, y no duda en proponer subir a Jerusalén -como un “doble” del propio Señor- para acompañarle hasta la muerte: “vamos también nosotros a morir con Él” (v. 16). Pero por otro lado no ve que haya nada más allá: la muerte es el final. 

-Jn 14,1-6: En el contexto de la última cena, cuando Jesús dice a sus discípulos que ya saben el camino a donde va, Tomás manifiesta no saber dónde se dirige (v. 5): “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” (de hecho está siguiendo lo afirmado por Pedro - de quien ahora parece ser un “doble”- poco antes, en 13,36: “Señor ¿adónde vas?”). Tomás sigue con su falta de fe en la resurrección. Pero, aunque es cierto que no entiende qué quiere decir Jesús -en eso no se diferencia de los demás-, a diferencia de ellos, se atreve a preguntar, y con esa pregunta posibilita una de las intervenciones de Jesús en términos –divinos- de “yo soy”: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (v. 6). 

-Jn 20,24-29: En el contexto de la aparición del Resucitado a sus discípulos, Tomás, en su pasaje más conocido, sigue con su falta de fe en la resurrección -no falta de fe en el Señor, precisemos; en todo caso falta de fe en el testimonio de sus compañeros-, pero de manera inmediata, sin titubear, manifiesta la divinidad de Jesús: es el único personaje que lo afirma en todo el evangelio de Juan, al decir “Señor mío y Dios mío” (v. 28). 

-Jn 21, 2-14: En el último capítulo del evangelio, y última aparición del Resucitado –capítulo que sin duda no figuraba en una primera redacción del mismo-, Tomás se encuentra entre el grupo de los siete discípulos que tras la resurrección de Jesús ponen de manifiesto no haber acabado de comprender el mensaje: se vuelven atrás a su antiguo oficio de pescar (una vez más sigue a Pedro en su cerrazón, como hemos dicho al referirnos a Jn 14,5). Pero por otra parte, en positivo, ese grupito es el que manifiesta iniciativa, y además con una incipiente visión universal del mensaje del Señor, reflejada en el número siete, símbolo de universalidad (aunque de Tomás se nos recuerda que es también “uno de los Doce”, algo que en Juan sólo se afirma asimismo de Judas, en Jn 6,71, con una connotación más que probablemente negativa en ambos casos). Recordemos finalmente, también en positivo, que uno de esos siete es el “discípulo amado” de Jesús, ese personaje tan sugestivo y enigmático a un tiempo. 
 
Como vemos, Tomás es el personaje que se mueve siempre en la ambivalencia, con valores positivos –valentía, adhesión a la persona de Jesús, capacidad de decir lo que piensa y tomar iniciativas- a la vez que se muestra su falta de comprensión, específicamente su falta de creencia en la resurrección: cree en el Jesús terreno, en el hombre; hasta que no le vea Resucitado no creerá (de hecho, al final, a pesar de haber manifestado que le hacía falta tocar para creer, le bastará con verle).
 
Una vez más, qué cercano se nos hace este discípulo: ¿No estamos nosotros siempre, los que queremos seguir a Jesús, en esa tensión entre nuestra adhesión a Él, y nuestra falta de comprensión en la práctica –debido a nuestros miedos, inseguridades, y tantas otras cosas- de todo aquello que ser amigo de Jesús implica? ¿No nos aferramos a lo material como si no hubiera otra vida –al mejor estilo de Tomás?
 
Incluso para toda persona, creyente o no, ¿no nos sentiríamos identificados con este Tomás, vital, animoso, que a veces habla sin haberlo pensado demasiado, pero que duda, en su individualidad diferenciada de los demás? En el mundo de hoy si algo se valora es la manifestación de la propia personalidad, característica que unida a la amistad configuran dos valores con los que se identificarían la mayoría de nuestros contemporáneos en el mundo occidental. La existencia de un personaje como Tomás en el evangelio, nos anima en los momentos en que la tensión interior propia de la ambivalencia que llevamos siempre con nosotros -en mayor o menor medida-, tiende a hacerse insoportable.
 
Esperamos haber señalado nuevos matices de este rico personaje evangélico (ya decíamos en nuestra anterior entrega que no se trata para nada de un personaje “plano”). Pero, ¿podemos entresacar algo más de su ser “mellizo”? A ello pensamos dedicar una tercera y última entrega.

 
 
[1] Cf. Jaroslav Pelikan, Jesús a través de los siglos. Su lugar en la historia de la cultura. Herder, Barcelona, 1989, p. 248.

 

Domingo 20 Mayo 2018

En el relato de Pentecostés que nos ofrece Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-11) llama la atención la absoluta liberalidad con que el Espíritu Santo se desparrama sobre los discípulos. Sobre todos los discípulos. El Espíritu es, en efecto, abundante y espléndido. El texto afirma que las lenguas de fuego «se repartían posándose encima de cada uno» (es decir, sin evitar ni esquivar a nadie), y acto seguido insiste: «Todos se llenaron del Espíritu Santo».
 
El Espíritu no es tacaño, no es selectivo, no es elitista. El Espíritu desconoce las jerarquías, enseñándonos, de paso, que estas siempre son una construcción humana.
 
Imaginemos, por un momento, un texto alternativo:
 
«El día de Pentecostés estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que empezaron a revolotear por encima de los discípulos buscando a los más capaces, a los que llevaban la batuta del grupo, a los más listos, a los mejores, y se posaron sobre ellos. Los tres o cuatro agraciados se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, mientras los demás les felicitaban, un poco contrariados y secretamente envidiosos, porque a ellos no les había tocado lengua de fuego».
 
Este texto ficticio, que Lucas no escribió, nos hablaría de un Espíritu que reconfirmaría las jerarquías humanas, que solo se donaría, con mucha cautela, a unos pocos; tal vez a los que habrían dado muestras de que sabrían aprovechar el don recibido.
 
Pero no, no es este el texto que nos dejó Lucas. En el suyo, el auténtico, las lenguas se posan sobre todos y cada uno de los presentes y el Espíritu los inspira a todos sin excepción. Podemos suponer que habría en aquella sala discípulos valientes y discípulos temerosos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, discípulos avispados y otros menos brillantes, habladores y taciturnos, audaces y dubitativos, vigorosos y cansados… como en cualquier grupo humano. Y a todos se acercó el Espíritu, y todos se llenaron de él.
 
Nuestras categorías humanas (aquellas con las que nos miramos unos a otros, valorando los aciertos de algunos y subrayando los errores de los demás, aplaudiendo éxitos y señalando fracasos, buscando aptitudes y marginando a quienes sospechamos plagados de defectos) nunca deberían opacar el hecho de que, en Pentecostés, el Espíritu no se dejó engañar por ningún elitismo de este tipo, ni por jerarquización alguna, y se dio, con confianza y libertad, a todos los que estaban reunidos.
 
Es asombroso, en verdad, que una Iglesia que nació de esta manera terminase tan preocupada, en su historia posterior, por consolidar un modelo fuertemente jerárquico, imitando así a la inmensa mayoría de las instituciones humanas. Es este un hecho que habla más de nuestras resistencias al soplo del Espíritu que de nuestra dócil adhesión a su impulso. Parecería que, a veces, la Iglesia se ha esforzado más por reflejar algo parecido al texto ficticio que hemos imaginado que por vivir la realidad del texto auténtico.
 
La comunidad querida por el Espíritu, en definitiva, no es aquella en la que unos pocos se otorgan el derecho de hablar en nombre de Dios, y en la que a los demás les toca callar, escuchar y asentir. La Iglesia que nace en Pentecostés es la que celebra que el Espíritu de Dios se ha posado encima de cada uno de sus miembros, sin discriminar a nadie, inspirándolos a todos. Es la comunidad en la que «todos empezaron a hablar, cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería». Es la Iglesia que celebra con alegría la audaz generosidad de Dios.


 

Martes 8 Mayo 2018
Cada año, al llegar el tiempo pascual nos encontramos en los pasajes bíblicos que se nos presentan con personajes que prácticamente pasan desapercibidos durante el resto del año litúrgico. Uno de ellos es Tomás.
 
Poco sabemos de este discípulo que en los Sinópticos únicamente aparece mencionado en las listas de los Doce, sin información adicional alguna. Es Juan quien nos proporciona datos valiosos: aparece en cuatro escenas -Jn 11,7-16; 14,1-31; 20,24-29; 21,1-14-, y en todas ellas se nos recuerda que se le llamaba “Dídimo” (Mellizo)[1]. Aparece pues como un discípulo sin nombre propio aparente: el vocablo “tomás” –que no parece ser un nombre de persona al uso ni en griego ni hebreo ni latín- sonaría en la lengua helena como “mellizo” en arameo. Sin duda debe encerrar algún significado, al que pensamos dedicar un próximo comentario; contentémonos hoy con empezar por aquello que ha pasado a nuestra memoria colectiva: este apóstol es considerado alguien sin fe, que duda (doubting Thomas, le llaman en inglés). ¿Es eso todo lo que podemos saber de él?
 
Veamos qué podemos sacar en claro acudiendo hoy únicamente al pasaje del II Domingo de Pascua (Jn 20,19-31). En primer lugar, Tomás no es tan distinto de los demás apóstoles que se hallaban reunidos, que sólo se han alegrado al “ver” las manos y el costado de Jesús (v. 20). ¿Qué es lo que objetivamente le diferencia? Dos cosas: que Tomás no está reunido con los demás, y que quiere tocar el cuerpo del Resucitado.
 
Del primer aspecto podemos inducir que se trataba de un personaje valiente y abierto: recordemos que en Jn 11,16 es Tomás quien ha movilizado al grupo para subir a Jerusalén “a morir con” Jesús (si bien, con la cortedad de miras de ver en ese sacrificio el final de todo). Y en el momento que nos ocupa, los otros diez están encerrados por miedo a los judíos. Están “encerrados” en sus miedos, y paralizados para la acción –no ofrecen precisamente un ideal a imitar. En cambio, el valeroso Tomás se halla fuera. Es más, en la segunda ocasión, cuando ya está reunido con los demás (v. 26), éstos siguen con la puerta cerrada, pero el evangelista omite que ello fuera “por miedo a los judíos”. Con Tomás el miedo desaparece del grupo.
 
Su falta de miedo se materializa asimismo en tratarse de un personaje que no se corta a la hora de expresar sus opiniones, aunque sean contrarias al sentir del grupo, ¡o del propio Jesús! Tomás tiene opiniones propias (equivocadas e imprudentes o no).
 
El profesor norteamericano Dennis Sylva –de quien hemos tomado alguna de las consideraciones previas-[2] nos lo presenta como un hombre-frontera u hombre-umbral, es decir, alguien que no se sitúa fuera de la comunidad, pero tampoco en su centro; vive justo en el margen (umbral, linde). Eso es lo que precisamente lo convierte en alguien más abierto con el exterior, que contribuye a que el grupo no caiga en tentaciones sectarias (recordemos la gran tentación del gnosticismo[3] en las primeras generaciones cristianas), para lo cual es necesario poner en práctica, sin duda, una crítica saludable, incluso del punto de vista del líder.
 
Es más, como última nota, el camino para reconocer la Resurrección pasa por tocar a Jesús (el segundo rasgo “tomasino” que hemos señalado hoy): Tomás necesita tener la experiencia del Resucitado, no le basta con el testimonio de los demás (Jesús, por cierto, no le desautoriza por ello, sólo señala otro posible camino mejor; v. 29). En esto Tomás se manifiesta como un personaje muy moderno: en el momento histórico que nos ha tocado vivir, ¿quién de nosotros no quiere pruebas científicas de todo? Tomás representa una determinada tendencia dentro de los discípulos, que, nos atrevemos a decir, nos representa a todos nosotros hoy, y nos da esperanza –especialmente a los necesitados de “pruebas”-, nos indica el camino para conocer a Jesús: la experiencia del Resucitado pasa por la experiencia de su humanidad, y de su humanidad sufriente, hace falta tocar las llagas (de importante significado también en los inicios del cristianismo ante el peligro del docetismo[4]). Se revela en ese momento la gran importancia que el evangelista concede a este discípulo: hecha la experiencia, Tomás es el único que proclama a Jesús “mi Señor y mi Dios” (v. 28).
 
Tomás nos muestra el camino para llegar a tener la experiencia del Resucitado: expresando con valentía las propias convicciones, desde una crítica saludable, al tiempo que necesitando el contacto físico con la humanidad sufriente. Ambas cosas -personalidad crítica y valiente, y contacto profundo con el sufrimiento de la humanidad, la injusticia del mundo- van de la mano, y son una buena receta de madurez cristiana… y humana.
 
Tomás no es, pues, un personaje “plano” (flat) en el evangelio de Juan, sino que tiene mucho relieve. Espero que estas breves pinceladas enciendan en el lector las ganas de hurgar más en este -a veces minusvalorado o poco comprendido- discípulo de Jesús. En próximas ocasiones esperamos poder analizar otras dimensiones del personaje, que sin duda las tiene.


 
[1] Las cuatro veces únicamente en el Códice Beza; en los demás manuscritos, en tres.
[2] SYLVA, Dennis, Thomas – Love as strong as death. Faith and commitment in the Fourth Gospel. Bloomsbury T&T Clark, Library of New Testament Studies 434, London/New York, 2013.
[3] Los gnósticos, en breve, y para lo que nos interesa aquí, debido a creerse poseedores de revelaciones especiales, acababan encerrándose en grupos que se creían superiores (tentación sectaria que no empieza con el cristianismo: siempre ha existido).
[4] Fundamentalmente, se trata de poner énfasis en la divinidad de Jesús, que, en realidad, sólo habría sufrido en la cruz “en apariencia” (podemos imaginar la deriva espiritualista que ello genera).


 

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