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Martes 24 Diciembre 2019
 


Es Navidad, y yo he tenido el privilegio de disfrutar de este dichoso tiempo en la parroquia de La Sagrada Familia en Sabana Yegua, República Dominicana, junto con mi familia de la Comunidad de San Pablo que vive y trabaja aquí. Llegué justo al comienzo de Adviento, cuando se nos invitaba a prepararnos para celebrar el nacimiento de Jesús. Parte de esta preparación incluye limpiar y decorar la parroquia, de manera que evoqué la naturaleza anticipatoria del tiempo antes de Navidad. Y, como es de esperar, parte de esta decoración implica hacer el pesebre, para el cual se ha construido una gran caseta de madera frente a la iglesia parroquial. Dentro se pueden encontrar los personajes habituales: José, María, el burro, el buey, los pastores, los reyes, la estrella y el ángel; y, por supuesto, el niño Jesús, quien permanece escondido hasta la medianoche del 24.

El pesebre es en realidad la mezcla de los dos relatos de navidad que tenemos en los evangelios de Mateo y Lucas. Y sí, tenemos dos relatos, distintos, sobre el nacimiento de Jesús, que usamos como si fueran uno. Los pastores solo están en el relato de Lucas, y los reyes en el de Mateo. La estrella guía a los reyes en Mateo, mientras que en el de Lucas es un ángel quien anuncia el nacimiento a los pastores guiándolos hasta el pesebre. Pero cuando montamos nuestros pesebres, mezclamos ambos relatos para reconstruir la imagen familiar, que hemos conocido desde niños, incluyendo esa oveja que siempre cojea y que nos pasamos todo el tiempo de Navidad tratando de poner de pie.

Después de contemplar nuestro pesebre en Sabana Yegua, me pregunté sobre la necesidad de tener dos relatos distintos sobre el nacimiento de Jesús.
Mateo y Lucas son los únicos evangelios que nos cuentan el nacimiento de Jesús. Mateo 1,18-2,23 es el relato, desde el nacimiento de Jesús en Belén hasta la huida a Egipto y su regreso a Nazaret, donde creció. Estos versículos incluyen el relato de la vergonzosa situación en la que se encontraba María, embarazada pero no de su futuro esposo, José. Está situación no solo sería vergonzosa en un pueblo pequeño, sino que se pagaba con pena de muerte. Sin embargo, José es aconsejado en sueños por un ángel para que acepte a María como su esposa. Cuando Jesús nace son unos extranjeros (los reyes, sabios, o magos que vienen del Este) quienes lo ven por vez primera, y solo a ellos, no a su propio pueblo, Jesús es revelado como rey. Después de esto, la familia de Jesús se ve obligada a emigrar a Egipto, para escapar la muerte.

Por otro lado, Lucas nos cuenta el nacimiento de Jesús en el capítulo segundo de su evangelio. Son cuarenta versículos que relatan el nacimiento y la manifestación a los pastores y también a dos personas ancianas en el templo. Lucas detalla la difícil situación por la que tuvieron que pasar José y María buscando un lugar para pasar la noche en Belén. Paralelamente a los reyes, Lucas presenta los pastores, humildes en profesión, a quienes se les revela el Mesías, el rey.

Los dos relatos, distintos, están unidos en dos aspectos fascinantes: primero, la Sagrada Familia empezó con problemas serios; lejos de ser una familia perfecta, tuvieron un comienzo difícil tanto emocional como financieramente. Y segundo, la revelación de que Jesús era el Mesías se dio a personas inesperadas, a extranjeros y a los más humildes. Tanto Mateo como Lucas están de acuerdo en presentar el nacimiento de Jesús como una crítica al convencionalismo. Y es esto precisamente lo que transmite el pesebre, es un símbolo de lo poco convencional. Los pobres, los extranjeros, el padre adoptivo, el pesebre con los animales… todo es una crítica a las situaciones ideales que ha creado la sociedad, y es también un símbolo que representa las realidades y vivencias que mucha gente trata de evitar. Sin embargo, esta es la realidad del nacimiento de Jesús. Hemos creado modelos e ideales que son casi imposible de alcanzar, desde una casa lujosa y grande, la familia perfecta, incluso un cuerpo perfecto, etc., y creemos que esta es la única manera de alcanzar la felicidad. También nos hemos vuelto una sociedad intolerante con el inmigrante y que continúa ignorando al los más necesitados. Vivimos nuestras vidas intentando alcanzar convenciones que las redes sociales han promovido falsamente como la “norma” de vida. Y cuando no las alcanzamos, nos deprimimos y nos dejamos caer bajo el peso de la ansiedad y el fracaso.

Por eso, necesitamos ambos relatos sobre el nacimiento de Jesús, representados en la imagen del pesebre. En una sociedad llena de convencionalismos e ideales, estos dos relatos hablan de manera diferente de lo poco convencional que fue la realidad del nacimiento de Jesús. Ojalá que, cuando veamos el pesebre, nos sintamos llamados a dejar atrás cualquier molde o expectativa que la sociedad haya impuesto, y nos libremos de la idea de una vida “perfecta” que hayamos impuesto en nosotros mismos.


 

Viernes 6 Diciembre 2019
 


Estamos empezando el tiempo de Adviento, esas semanas de preparación para la Navidad que, todos los años, constituyen una invitación a que allanemos el camino al Señor. Es decir, a que nos preguntemos qué hacemos y qué actitudes adoptamos para facilitar que el evangelio de Jesús sea una realidad viva y central en nuestras vidas. Tal fue el mensaje de Juan el Bautista, uno de los dos personajes principales (junto con María) del Adviento: la voz que, en el desierto, dijo a los que iban a escucharle (citando a Isaías): «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale» (Lucas 3, 4-5).
 
Hay algo singular en el hecho de que Juan predicase en el desierto. Si tenía un mensaje importante a comunicar, si lo que buscaba era que el mayor número posible de gente lo oyera, ¿por qué se fue al desierto? ¿No hubiese sido más lógico ir a la ciudad y plantarse en la explanada del templo de Jerusalén o en una de sus plazas más bulliciosas? Podríamos bromear e interrogarnos si acaso Juan no tuvo un buen asesor de imagen ni un buen director de campaña: quiso llegar a la gente… ¡y se fue al desierto, donde no había nadie!
 
Por supuesto que hay en todo eso algo más serio que la falta de una buena estrategia de publicidad: en el lenguaje densamente simbólico de los evangelistas, el desierto en el que Juan predica es más que un lugar geográfico. Es un símbolo, y un símbolo que hay que entender a partir de otro símbolo: la ciudad.
 
La ciudad representa la sociedad, con sus virtudes, pero también con sus flagrantes injusticias: la ciudad es, en efecto, (entonces, como hoy) el lugar donde las desigualdades sociales se hacen más patentes, donde los muy ricos viven a tocar de los muy pobres. En el campo, todo el mundo vive más o menos con lo mismo. Es en la ciudad donde algunos habitan en palacios y disfrutan de los lujos más sofisticados mientras que otros mendigan un mendrugo en la misma puerta de las mansiones de los ricos (recordemos a Lázaro, agonizando en el umbral de la casa de aquel potentado que cada día banqueteaba espléndidamente).
 
El desierto donde Juan predica simboliza, precisamente, el rechazo a la ciudad. Y, así, el lugar de la predicación se convierte en parte esencial del mensaje del Bautista: para convertirse, para preparar de verdad los caminos del Señor, lo primero que hay que hacer es abandonar la ciudad, alejarse de las dinámicas que hacen posible la desigualdad, distanciarse de la mentalidad que impera en ella. Yéndose al desierto, Juan escenifica el contenido de la conversión que propone.
 
Cuando llega el Adviento y contemplamos la figura de Juan el Bautista, a menudo pensamos que ir con él al desierto significa aminorar el ritmo de nuestra actividad, evitar distracciones y buscar momentos de silencio para meditar; y que, haciendo todo eso, prepararemos los caminos del Señor. Así es, sin duda. Pero no deberíamos ignorar el sentido complementario que también tiene el hecho de salir al desierto: es rechazar la injusticia, es alejarnos de toda mentalidad que la fomenta y es buscar, en la intemperie, un espacio que no esté intoxicado por los esquemas egoístas que crean desigualdad.
 
Instalados en medio de la ciudad y de sus comodidades será muy difícil que preparemos los caminos del Señor: no solo porque la ciudad está llena de distracciones. También, sobre todo, porque vivir acríticamente en medio de la ciudad, sin reparar en las injusticias que la sustentan, nos impedirá tener la sensibilidad que debería caracterizar a los que queremos seguir a Jesús.


 

Sábado 28 Septiembre 2019
 
 
Este fin de semana, en que celebramos el Vigesimosexto Domingo del Tiempo Ordinario, siguiendo el ciclo C de las lecturas, en la misa oiremos la conocida parábola del pobre Lázaro y del rico que lo ignoró (Lc 16,19-31), una narración hermosa e inquietante que, como otras parábolas memorables de Jesús (la del buen samaritano, la del hijo pródigo, la del administrador astuto, y otras) solo encontramos en el evangelio de Lucas.

Hay un detalle en el que vale la pena que nos detengamos: Jesús, al narrar la historia, da nombre al pobre (“un mendigo llamado Lázaro”), pero no al rico. La tradición ha querido corregir esta supuesta deficiencia del texto, llamando Epulón al potentado, pero se trata de una práctica tardía (parece que se origina con Pedro Crisólogo en el siglo V), ajena a la Escritura.
 
Varias cosas llaman aquí la atención: en primer lugar, no es nada común que el protagonista de una parábola tenga nombre. De hecho, Lázaro es ni más ni menos que el único personaje de una historia contada por Jesús que lo tiene. ¿Cómo se llamaban el padre del hijo pródigo y sus dos hijos, o la mujer que perdió la moneda, o el hombre que cayó en manos de unos bandidos camino a Jericó, o el samaritano que lo socorrió, o el sacerdote que pasó de largo, o…? No se nos dice, nunca se nos dice: al contar sus historias, Jesús presenta a sus protagonistas como prototipos representativos, ejemplos de actitudes y de formas de ser que no deberían convertirse en personajes demasiado concretos: sus héroes y villanos son “un hombre”, “una mujer”, “un padre”, “un hijo”, “un rico”, “el dueño de una viña”… de entre todos ellos, solo Lázaro tiene nombre.
 
En segundo lugar, sorprende el hecho de que, en la misma parábola, uno de los dos protagonistas tenga nombre y el otro no. Y, en todo caso, tal vez más de uno hubiese esperado que, si así iban a ser las cosas en esta ocasión, Jesús diese nombre al rico, a la persona importante, exitosa y conocida, y no al miserable mendigo. «A las puertas de la mansión del rico Epulón había un mendigo», hubiese podido empezar Jesús, y a todos nos hubiese parecido muy bien. Pero hace justo lo contrario: «Había un rico que banqueteaba a diario, y a las puertas de su casa solía pedir limosna un mendigo que se llamaba Lázaro».
 
Nada de eso es casual (como nada es casual en los evangelios), ni mucho menos una deficiencia del texto. Todo lo contrario: se trata, sin duda, de un recurso narrativo muy pensado, con su propio significado y función.
 
Dando nombre al pobre, Jesús realza su humanidad: y así, en vez de cosificarlo, en vez de convertirlo en una cosa (“un mendigo”), hace que los que escuchamos la historia lo veamos como a una persona, como a alguien que una vez tuvo una familia, unos padres que, cuando él nació, le dieron ese nombre. Lázaro tiene una historia, como todo el mundo.
 
Y, al dar nombre a Lázaro y así humanizarlo, Jesús está señalando que el problema del rico era precisamente este: que no sabía ver al mendigo que agonizaba a la puerta de su casa como al ser humano que era. Ciertamente, no lo veía como a su igual. Ni en vida (pues de haberlo hecho lo hubiese atendido, conmovido ante la abyecta pobreza del indigente), ni tampoco lo vio como a su igual después de muertos los dos, cuando lo trató, en todo caso, como a su inferior, alguien a quien no quiso dirigir la palabra ni una sola vez, y en quien descubrió, de hecho, a un esclavo: «Padre Abrahán», dirá el rico, «manda a Lázaro a que me traiga agua, envíalo a mi casa a advertir a mis hermanos»…
 
La parábola, así, revela en toda su crudeza una de las peores consecuencias a la que puede llevarnos la idolatría del dinero: a pensar que solo quien lo tiene (y lo tiene en abundancia) es persona; que quien no tiene nada, o tiene poco, queda privado, por sus carencias, de la humanidad.
 
Pero hay más: si el texto subraya la humanidad del pobre al darle un nombre, ¿qué consigue dejando sin nombre al rico? También ahí hay un mensaje. Un mensaje doble, de hecho. Por un lado, Jesús nos invita, como siempre que los personajes de sus parábolas son anónimos, a que nos identifiquemos con ellos y nos preguntemos, en este caso: ¿Seré yo el rico? ¿Seré yo de los que desprecian, ignoran y se olvidan de todo aquel que no tiene dinero?

 
Pero en esta ocasión, además, al dejar sin nombre al rico, en marcado contraste con el pobre Lázaro, Jesús nos quiere hacer ver que, mediante su desprecio del mendigo, ese rico se estaba negando la humanidad a sí mismo. Su falta de empatía y de solidaridad lo convertían en aquello que despreciaba. Porque ser humanos es ser misericordiosos y solidarios: «Fulano es muy humano», decimos, para indicar que alguien muestra mucha compasión con quienes sufren, y se solidariza con ellos. La honda indiferencia que mostraba el rico dañó a Lázaro, sin duda, a quien hubiese podido ayudar; pero también dañó profundamente al mismo rico: ignorando a Lázaro, el potentado se negó la oportunidad de ejercer de ser humano. Se deshumanizó.
 
La lección del juego narrativo de Jesús, en definitiva, nos invita a no negarle el nombre a nadie. Reconocer que todo el mundo tiene uno, y que nadie debería ser cosificado es el primer paso, básico y fundamental, para empezar a ver a todos los que se cruzan por nuestra vida (sea cual sea su condición) como a las persona que son. Es decir, para verlos tal y como Dios los ve. Y es el primer paso, también, para no perder nosotros la humanidad que nos dignifica y nos hace ser quien somos.

 

Miércoles 11 Septiembre 2019
 

Escucho esta canción: "La amistad con los pobres nos hace amigos de Dios, la amistad con los rotos, con los solos…con Dios". De los últimos años de mi intensa vida de misión en República Dominicana, con muchos proyectos y actividades interesantes, con muchos logros y muchos aprendizajes, recuerdo hoy en especial a Tomás.
 
Tomás falleció hace unos meses. Tenía entre 60 y 70 años, ni él mismo lo sabía. Un hombre solo, a quien el azar de la vida llevó a Sabana Yegua. Sus hermanos y familiares se afincaron en otros pueblos y lo visitaban cuando sus ocupaciones se lo permitían. Tomás era un miembro activo de la Parroquia, acudía a las misas dominicales y también a las asambleas parroquiales. Es curioso cómo conocemos a mucha gente, pero hasta que no tenemos una relación más personal no conectamos con su chispa. Y eso me sucedió a mí. Él era uno más, un hombre mayor que salía adelante en la vida a pesar de una importante limitación intelectual que no le dejaba trabajar.
 
Nuestra amistad, o al menos el cariño mutuo, empezó cuando se le presentó una psoriasis tremenda en todo el cuerpo. Sin tapujos ni vergüenzas levantaba la camiseta y me mostraba el torso, como lo mostraba a otras personas, y nos explicaba el dolor que le producía y los múltiples ungüentos que se había aplicado. Muchos preguntaban si lo que tenía era contagioso pues hacía de mal mirar. Me negué a darle una ayuda económica para ir a una curandera supuestamente milagrosa de la capital y eso me comprometía con él. Conseguimos una dermatóloga especializada y fuimos juntos a Santo Domingo, ¡qué viaje! Ese hombretón de 1,90 tuvo que apoyarse en mí al subir por primera vez las escaleras mecánicas del metro. ¡Reímos mucho!
 
Al cabo de unos meses ya no quedaba rastro de la psoriasis, y me lo mostraba orgulloso levantándose la camiseta ¡cada vez que me veía! Pero ni Tomás ni yo somos los protagonistas de esta historia. ¿Quién le ayudó a no olvidar ponerse las cremas por la mañana, al mediodía, por la noche? ¿Quién le mantuvo la pobre casita limpia? ¿Quién le hacía la colada? Las vecinas. ¿Quién le daba de comer y le regalaba ropa? Las vecinas.
 
En estos últimos meses Tomás enfermó de nuevo, era diabético y se le iban acumulando otros dolores. Tuvimos que correr al hospital con él totalmente alterado y descompensado por el azúcar. Finalmente murió. ¿Quién limpió su cuerpo y lo vistió para que quedara digno? ¿Quién barrió y adecentó la casa y sirvió refresco para todos los que se acercaban a dar el pésame? Las vecinas. ¿Quién le acompañó hasta su sepultura en el cementerio? Las vecinas. Las valerosas y cariñosas vecinas lo hicieron siempre, desde que lo conocieron, con una naturalidad deslumbrante: atender al vecino que no puede valerse era para ellas algo normal. Quizás ellas intuyen desde el fondo de su corazón esta bonita frase de la canción: La amistad con los pobres nos hace amigos de Dios.


 

Miércoles 4 Septiembre 2019
A veces el arte, por muy hermoso que sea, ha fomentado la idea del Dios severo, que nos prueba, olvidándose del Padre Misercordioso de Jesús


Entre muchos creyentes está viva, por lo menos en ciertos ambientes culturales y eclesiales, la idea de que las dificultades que nos salen al paso a lo largo de la vida son pruebas que Dios nos envía. Pruebas, grandes o pequeñas, con las que, supuestamente, el Señor quiere examinar la solidez de nuestra fe. De acuerdo con esa creencia, una enfermedad, un accidente, una relación afectiva truncada, la pérdida de un ser amado y cualquier otra desdicha que nos sobrevenga son exámenes a los que Dios nos somete para calibrar la fortaleza de nuestra fe. Si las tribulaciones nos roban la paz y nos hacen dudar de su amor por nosotros (“Señor, si me quieres, ¿por qué permites que me suceda esto? ¡Tal vez es que no me quieres!”), entonces es señal de que nuestra fe es débil y quebradiza. Si, por el contrario, los contratiempos, las amarguras e incluso las tragedias no logran hacer tambalear nuestra confianza en su amor, entonces podemos respirar tranquilos: aprobamos el examen.
 
Esta convicción, por muy arraigada que esté, no se sostiene teológicamente, no ayuda a que tengamos una vida espiritual saludable y es muy dudoso que jamás haya producido buenos frutos. De hecho, haríamos bien abandonándola.
 
¿Qué imagen de Dios presupone la idea de que los sinsabores de la vida son pruebas que Él nos envía para comprobar la salud de nuestra fe? Pensémoslo por un momento: en primer lugar, la de un Dios ignorante, que no nos conoce, que no sabe lo que hay en nuestros corazones, y tiene que probarnos para descubrirlo. En segundo lugar, la de un Dios inseguro y vanidoso, que necesita asegurarse constantemente de nuestra lealtad hacia Él. Y, en tercer lugar, la de un Dios cruel y retorcido, pues la forma que usa para confirmar una y otra vez que no le hemos dado la espalda es, paradójicamente, haciéndonos sufrir. Ante esta idea de Dios, tal vez lo más grave no sería que las desdichas nos hicieran perder la fe sino conservarla, pues, en caso de mantenerla, se trataría de una fe malsana y servil, fe en este Dios infantil, dubitativo, engreído y sin amor, más parecido a un tirano enloquecido (al Calígula de Camus, pongamos por caso) que al abbá que experimentó Jesús, representado por el padre del hijo pródigo, el buen pastor que salió en busca de la oveja perdida o el padre compasivo que «hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
 
El Dios que nos prueba, en resumen, contradice al Padre Misericordioso que anunció Jesús. Por eso, sea cual sea la respuesta que en cada momento de la vida vayamos dando al espinoso problema del mal y del sufrimiento en el mundo, lo seguro es que, con el evangelio en la mano, no podemos atribuírselos a Dios.
 
Hay una perspectiva que encaja mucho más con lo que nos narran los evangelios: la del Dios que nos sostiene y acompaña en medio de las tribulaciones y sufrimientos que la vida misma (esa vida frágil y accidentada, la única posible en este mundo) conlleva. En vez de suponer que Dios es el autor del sufrimiento, asumamos que la condición humana es frágil y está expuesta al dolor y a las decepciones, pero que, en medio de todas las tormentas, absolutamente de todas, Dios camina a nuestro lado, ofreciéndonos su apoyo y amor incondicional.
 
Es posible que, a más de uno, el Dios que surge de esta segunda perspectiva le parezca débil, menos majestuoso y omnipotente que el soberano absoluto que nos ponía a prueba enviándonos males. Y, sin embargo, si nos detenemos a meditar en ello, pronto nos daremos cuenta de que el Dios que escogió mostrar su grandeza mediante su ternura, su dulzura y su amor por nosotros, haciéndose solidario de nuestro dolor y acompañándonos en él hasta el final, es el que nos anunció Jesús de Nazaret. También es el único en el que vale la pena creer.


 

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