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Miércoles 18 Marzo 2020
La pandemia del Covid-19 ya es el principal motivo de preocupación del mundo entero. En el momento de escribir estas líneas se ha extendido ya por 162 países, en muchos de los cuales la cadena de contagios apenas está empezando. Es difícil aventurar, por lo tanto, cuándo remitirá y perderá fuerza, pero todo parece indicar que va a ser un proceso largo, de meses. Hoy no podemos calibrar, todavía, la dimensión de las secuelas que dejará, que serán de orden económico, social y político, aparte, por supuesto, de las secuelas emocionales que imprimirá en todos nosotros y en especial en aquellos que ya han perdido o perderán personas queridas.
 
Lo que sí es importante empezar a hacer, incluso ahora, cuando todavía hay tantos interrogantes en el aire, es tratar de leer esta situación desde la fe, en clave cristiana. La fe debería iluminar todo tipo de circunstancia, las más alegres y las más tristes, las de siempre y las inesperadas, las que nos confortan y las que nos angustian.
 
Y, en clave de fe, podemos, seguramente, apuntar por lo menos a dos lecturas de la crisis actual (habría, sin duda, muchas más, que ya habrá tiempo de ir desmenuzando).
 
Primera: la pandemia nos recuerda, con toda crudeza, que la condición humana es frágil, esté donde esté, hable el idioma que hable y tenga el color de piel que tenga. Eso no es banal. En una época marcada por la polarización entre extremos ideológicos, por el resurgir de un cierto espíritu tribal en el mundo, por propuestas políticas que nos invitan a levantar muros y resucitar el fantasma de la xenofobia, la pandemia actual nos llama a vernos, a todos, como la gran familia que somos: unidos, podríamos decir, en la fragilidad. El coronavirus no ve razas, ni estratos sociales, ni posiciones ideológicas: solo ve personas. Tal vez una consecuencia positiva de todo lo que estamos viviendo podría ser que aprendiéramos a relativizar nuestras pequeñas guerras ideológicas para recuperar un sentido más realista de quien somos, como gran colectivo humano, como la gran familia de las hijas e hijos de Dios.
 
Este pasado fin de semana, celebrando el tercer domingo de Cuaresma, leíamos la historia del encuentro entre Jesús y la mujer samaritana. Es el relato del encuentro entre dos necesitados, pues ambos tienen sed: Jesús, sed de agua; ella, de agua y de un sentido para su vida; y al compartir sin reparos su condición frágil, necesitada, Jesús y la samaritana son capaces de pasar por encima de las divisiones que la cultura y los conflictos políticos y religiosos de su tiempo habían creado para ellos, y terminan ignorándolas. No importa que él sea un judío y ella una samaritana. Lo esencial es que son dos personas necesitadas que pueden hacerse un bien mutuo. En este sentido, una pandemia que no respeta fronteras ni sabe de banderas puede servirnos a todos de sana advertencia: lo que tenemos es hermoso y muy frágil. No lo malogremos inventándonos divisiones artificiales entre nosotros.
 
La segunda lectura es que el coronavirus nos empuja a ser solidarios con los más vulnerables, los ancianos y los enfermos, al estilo de Jesús. Hay, indudablemente, una suerte de dimensión moral en esta pandemia: si soy un joven sano de veinte años, el Covid-19 no me amenaza mucho más que una gripe ordinaria. ¿Significa eso que puedo prescindir de toda prudencia y seguir con mi vida normal? No: porque si me contagio, yo podré a continuación contagiar a alguien (un adulto mayor o un enfermo), para quien el contagio sí será letal.
 
Con la respuesta decidida que la gran mayoría de países están dando, afortunadamente, a la crisis presente, estamos diciendo algo importantísimo: que no aceptamos la famosa cultura del descarte que tanto ha denunciado el papa Francisco. El hecho que las más afectadas sean personas “no productivas”, ancianos y enfermos, no ha llevado a nadie a minimizar el problema. He ahí un motivo para el orgullo y la esperanza: tal vez la fibra moral de la humanidad no estaba tan minada como podíamos haber pensado. Nos preocupan nuestros ancianos y nuestros enfermos, y por esto estamos, todos, tomando medidas inéditas en medio de esta situación sin precedentes.
 
Tal vez saldremos de esta tormenta un poco mejores: un poco más fraternos y un poco más solidarios. Desde la fe, eso sería, sin duda, una buena noticia.

 

Jueves 27 Febrero 2020
 


La palabra Cuaresma viene de cuarenta, e indica los días que van del miércoles de Ceniza hasta la Pascua. De igual manera que en Adviento nos preparamos para la Navidad, este es un periodo de preparación. La Cuaresma es tiempo de reflexión, tiempo de análisis, tiempo de valorar honestamente nuestras actitudes, nuestras decisiones, nuestro compromiso.

Es tiempo de dialogar con nosotros mismos y con Dios en oración, de forma sincera, honesta, sin engañarnos con excusas, o justificando nuestras acciones. Es tiempo de reconocer quien somos sin miedos; de enfrentarnos al espejo, aunque a veces no nos guste lo que podamos ver.

Sabemos que Dios no castiga, sino que es compasivo con nosotros. No tengamos miedo, pues, de reconocer qué tipo de persona somos, recordando que estamos todos en la misma barca. Aquí no hay “buenos” y “malos”, puros e impuros,  ciudadanos de primera y de segunda. Todos compartimos la misma condición humana, y por ella todos somos capaces y todos obramos actos de generosidad que hacen el mundo un poco mejor.

Asimismo, todos tenemos nuestras miserias, nuestros egoísmos. Cada uno de nosotros tenemos que descubrir estas dos dimensiones. Si solo veo las cosas negativas, pero nada positivo, tendré que mirar más profundamente en mi corazón y ser amable y comprensivo conmigo. Y si solo veo lo positivo pero me cuesta ver mis propias miserias, también me estoy engañando y no me estoy examinando honestamente. A veces necesitamos de otras personas que con amor, comprensión y respeto nos digan aquello que deberíamos mejorar en nuestras vidas, especialmente aquellas personas que viven con nosotros y nos conocen.

Desde estas líneas, pues, les invitamos a que vivamos la Cuaresma como ese tiempo de reflexión, no para hundirnos, no para deprimirnos o desesperarnos ante nuestros propios egoísmos o los de los demás, sino para que cuando llegue la Pascua, cuando celebremos que La Vida ha vencido a la muerte a través de la Resurrección de Jesús, podamos hacerlo de forma saludable, aceptando nuestras virtudes para así poder potenciarlas, pero también nuestras debilidades para que nos sea más fácil poder afrontarlas.

¡Feliz Cuaresma!


 

Sábado 11 Enero 2020
 

El bautismo de Jesús es uno de los acontecimientos más importantes en su vida. Su fiesta, una semana después de la Epifanía, que celebramos este domingo, a veces pasa de puntillas por en medio de las demás celebraciones navideñas, siendo quizás una de las fiestas menos valoradas del calendario litúrgico.
 
Podría verse como un episodio más, cuando en realidad fue quizás el evento fundamental de su vida, el momento en que asume su misión y comienza su ministerio público, probablemente aún sin conocer el alcance y la importancia de su decisión. La cultura popular nos hace creer, sin embargo, que muy temprano en su vida, casi al nacer, Jesús estaría dotado de la capacidad de conocer de antemano los acontecimientos que iban a suceder durante su vida. Por lo tanto, sabía que iba a ser bautizado por Juan en el río Jordán, y que conocía su misión e identidad. Si así entendemos la autopercepción de Jesús, su bautismo pierde significado.
 
En el fondo, es necesario creer que en el bautismo de Jesús no hubo una decisión racional y consciente, pero que de alguna manera fue predeterminada. Creer que Jesús no tuvo la opción de tener dudas durante su vida, antes y después de su bautismo, proviene del temor de comprometer su divinidad, haciéndolo demasiado como uno de nosotros. Es por eso por lo que, a pesar del hecho de su nacimiento humilde y simple, lo hemos convertido en un superhombre, dotado de poderes sobrehumanos, en este caso el poder de la omnisciencia, incluso desde su nacimiento. El problema es que, en el esfuerzo por evitar comprometer la divinidad de Jesús, corremos el riesgo de cuestionar su plena humanidad.
 
Debemos vigilar con las características sobrehumanas que a menudo atribuimos a Jesús para proteger su divinidad. De hecho, cuanto más especial y sobrehumano lo hacemos, menos humano se vuelve. En este proceso de “sobre-humanizar” a Jesús, perdemos la clave y el elemento trascendental de la Encarnación y, por lo tanto, de nuestra fe: Jesús es una persona como todos nosotros, nada más y nada menos.
 
Es cierto que también es Dios, pero la divinidad de Jesús no proviene de supuestos poderes sobrehumanos sino de su capacidad de abrirse completamente a la voluntad de Dios, por su capacidad radical de amar y entregarse a los demás. Esta es la mayor paradoja de nuestra fe, de la fe en Dios hecho hombre: cuanto más humanos seamos, más libres seremos para amar y, en cierto modo, más divinos seremos.
 
En resumen: si en este anhelo de hacer a Jesús sobrehumano creemos que desde muy joven sabía de su papel mesiánico, su vida y su fatídico final, entonces su bautismo es obviamente irrelevante.
 
La experiencia de Jesús en el Jordán no es solo otro episodio preestablecido y conocido por él; es la experiencia fundamental de su vida. En su bautismo, Jesús toma la decisión de dedicar su existencia a la liberación de los demás, y se reconoce a sí mismo como el Mesías. La parte crucial del bautismo es que Jesús cambia la expectativa mesiánica tradicional caracterizada como un Mesías victorioso, poderoso, exclusivista, político y religioso a un Mesías universal centrado en los pobres y basado en la compasión y la tolerancia, no solo política, sino por la liberación integral de la persona como sujeto histórico, social, religioso, cultural y psicológico.
 
Desde el momento de su bautismo, a través del llamado a sus discípulos y durante todo su ministerio público, la misión de Jesús solo está tratando de transmitir a los demás y a nosotros qué tipo de Mesías es y cómo podemos imitarlo. Al final, el intento le costará la vida, pero también nos permitirá seguirlo.


 

Viernes 3 Enero 2020
 


Cuando llegan los tiempos de Navidad, quizás porque me pongo reflexiva o sentimental, me gusta escribir. Hace unos días colgué en mi muro de Facebook (¡y algunos se atrevieron a leerlo, aunque no tuviera foto!), un escrito llamado “Navidad, dinero y sentimientos”, en el que básicamente me recordaba a mí misma, y a aquellos que me leyeran, que lejos de “estresarnos” en el frenético consumismo de los regalos y los gastos, sería mejor valorar lo que queda, que a menudo son los sentimientos del encuentro familiar, de una vivencia especial, de los pequeños gestos.
 
En esta misma línea, una de las cosas más maravillosas del tiempo navideño tiene que ver con los regalos, pero no son los objetos en sí, sino toda la magia que los acompaña. Los niños lo saben bien: en las distintas culturas cristianas se celebra, con la llegada del niño Dios, el “caga tió” (curiosísima tradición catalana), los Reyes Magos, y cómo no, Santa Claus o Papá Noel (que proviene de San Nicolás). Es una época en la que se diría que alguien tira unos polvos mágicos para que estas tradiciones nos emocionen y nos saquen una sonrisa.
 
También los adultos necesitamos de esa magia, de esa capacidad de sorprender y de dejarnos sorprender. ¡Qué padre o madre no ha disfrutado dejando agua para los camellos de Melchor, Gaspar o Baltasar o los renos de Papá Noel! Hace mucho tiempo un amigo me dijo: “Yo ya no me sorprendo de nada”. No recuerdo de qué estábamos hablando, pero no se me ha quitado la frase de la cabeza; no se lo dije, pero pensé: “¡Qué mal! Ojalá siempre seamos capaces de sorprendernos”. La magia, la imaginación, la creatividad y el juego son una parte sabrosa de la vida, como la sazón de las comidas. Es cierto que, en nuestras vidas ajetreadas y llenas de obligaciones, responsabilidades, asuntos importantes y urgentes, nos cuesta hacer un hueco a todos estos ingredientes. El tiempo navideño es una hermosa época para ese hueco, para esa pausa, para no tener prisa, para relajarnos, comer, beber, reír, cantar, bailar, jugar, sorprender y dejarnos sorprender. Quizás es volver a ser niños, quizás es rescatar un poco de inocencia, la de no saberlo todo, la de esperar aún en las situaciones más difíciles, la de poner una sonrisa allí donde solo queda ese recurso. Dios nos sorprendió con el nacimiento de Jesús, que ni sabios ni humildes podían haberlo imaginado. Que con la ayuda del Niño en el pesebre nos dejemos sorprender por el Amor y la Magia de la Navidad… y de la Vida.


 

Martes 24 Diciembre 2019
 


Es Navidad, y yo he tenido el privilegio de disfrutar de este dichoso tiempo en la parroquia de La Sagrada Familia en Sabana Yegua, República Dominicana, junto con mi familia de la Comunidad de San Pablo que vive y trabaja aquí. Llegué justo al comienzo de Adviento, cuando se nos invitaba a prepararnos para celebrar el nacimiento de Jesús. Parte de esta preparación incluye limpiar y decorar la parroquia, de manera que evoqué la naturaleza anticipatoria del tiempo antes de Navidad. Y, como es de esperar, parte de esta decoración implica hacer el pesebre, para el cual se ha construido una gran caseta de madera frente a la iglesia parroquial. Dentro se pueden encontrar los personajes habituales: José, María, el burro, el buey, los pastores, los reyes, la estrella y el ángel; y, por supuesto, el niño Jesús, quien permanece escondido hasta la medianoche del 24.

El pesebre es en realidad la mezcla de los dos relatos de navidad que tenemos en los evangelios de Mateo y Lucas. Y sí, tenemos dos relatos, distintos, sobre el nacimiento de Jesús, que usamos como si fueran uno. Los pastores solo están en el relato de Lucas, y los reyes en el de Mateo. La estrella guía a los reyes en Mateo, mientras que en el de Lucas es un ángel quien anuncia el nacimiento a los pastores guiándolos hasta el pesebre. Pero cuando montamos nuestros pesebres, mezclamos ambos relatos para reconstruir la imagen familiar, que hemos conocido desde niños, incluyendo esa oveja que siempre cojea y que nos pasamos todo el tiempo de Navidad tratando de poner de pie.

Después de contemplar nuestro pesebre en Sabana Yegua, me pregunté sobre la necesidad de tener dos relatos distintos sobre el nacimiento de Jesús.
Mateo y Lucas son los únicos evangelios que nos cuentan el nacimiento de Jesús. Mateo 1,18-2,23 es el relato, desde el nacimiento de Jesús en Belén hasta la huida a Egipto y su regreso a Nazaret, donde creció. Estos versículos incluyen el relato de la vergonzosa situación en la que se encontraba María, embarazada pero no de su futuro esposo, José. Está situación no solo sería vergonzosa en un pueblo pequeño, sino que se pagaba con pena de muerte. Sin embargo, José es aconsejado en sueños por un ángel para que acepte a María como su esposa. Cuando Jesús nace son unos extranjeros (los reyes, sabios, o magos que vienen del Este) quienes lo ven por vez primera, y solo a ellos, no a su propio pueblo, Jesús es revelado como rey. Después de esto, la familia de Jesús se ve obligada a emigrar a Egipto, para escapar la muerte.

Por otro lado, Lucas nos cuenta el nacimiento de Jesús en el capítulo segundo de su evangelio. Son cuarenta versículos que relatan el nacimiento y la manifestación a los pastores y también a dos personas ancianas en el templo. Lucas detalla la difícil situación por la que tuvieron que pasar José y María buscando un lugar para pasar la noche en Belén. Paralelamente a los reyes, Lucas presenta los pastores, humildes en profesión, a quienes se les revela el Mesías, el rey.

Los dos relatos, distintos, están unidos en dos aspectos fascinantes: primero, la Sagrada Familia empezó con problemas serios; lejos de ser una familia perfecta, tuvieron un comienzo difícil tanto emocional como financieramente. Y segundo, la revelación de que Jesús era el Mesías se dio a personas inesperadas, a extranjeros y a los más humildes. Tanto Mateo como Lucas están de acuerdo en presentar el nacimiento de Jesús como una crítica al convencionalismo. Y es esto precisamente lo que transmite el pesebre, es un símbolo de lo poco convencional. Los pobres, los extranjeros, el padre adoptivo, el pesebre con los animales… todo es una crítica a las situaciones ideales que ha creado la sociedad, y es también un símbolo que representa las realidades y vivencias que mucha gente trata de evitar. Sin embargo, esta es la realidad del nacimiento de Jesús. Hemos creado modelos e ideales que son casi imposible de alcanzar, desde una casa lujosa y grande, la familia perfecta, incluso un cuerpo perfecto, etc., y creemos que esta es la única manera de alcanzar la felicidad. También nos hemos vuelto una sociedad intolerante con el inmigrante y que continúa ignorando al los más necesitados. Vivimos nuestras vidas intentando alcanzar convenciones que las redes sociales han promovido falsamente como la “norma” de vida. Y cuando no las alcanzamos, nos deprimimos y nos dejamos caer bajo el peso de la ansiedad y el fracaso.

Por eso, necesitamos ambos relatos sobre el nacimiento de Jesús, representados en la imagen del pesebre. En una sociedad llena de convencionalismos e ideales, estos dos relatos hablan de manera diferente de lo poco convencional que fue la realidad del nacimiento de Jesús. Ojalá que, cuando veamos el pesebre, nos sintamos llamados a dejar atrás cualquier molde o expectativa que la sociedad haya impuesto, y nos libremos de la idea de una vida “perfecta” que hayamos impuesto en nosotros mismos.


 

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