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Miércoles 6 Julio 2022




 
Siento admiración por el cielo, también por los brazos, pero por encima de todo siento una profunda admiración por las mujeres. Este proverbio africano, donde mujeres, brazos y cielo están tan unidos e interactúan de una manera tan sencilla, respetuosa y unánime para sostener el cielo, es mi proverbio favorito y el que mejor representa a todas las mujeres que compartimos brazos y cielo en Meki, Etiopía.

El cielo de Meki en el que vivimos está compuesto por muchas mujeres que, de una manera sencilla, constante y muchas veces apenas perceptible hacen mucho ruido. Es un ruido constante, lleno de cariño, de amabilidad, pero también impertinente y lleno de rebeldía, de enfado y de no aceptación de las muchas responsabilidades y pocos derechos con los que les toca vivir. Ellas hacen un ruido especial, no se callan, no las callan, y están cambiando muchas cosas, muchas vidas, las suyas las primeras.

A muchas las conocimos hace apenas un año. Habían perdido trabajo, casa y familia con la llegada de la pandemia. Ahora se les llama “mujeres en situación de vulnerabilidad extrema”. Y sí, eran muy vulnerables. Cuando se las invitó a formar parte de un nuevo proyecto a muchas se les transformó el semblante, recuperaron la sonrisa y también la esperanza que habían perdido. Se integraron a grupos de ahorro con otras mujeres que compartían y comprendían las graves dificultades por las que estaban pasando. Y sintieron que de nuevo se confiaba en ellas, que se les ofrecía una nueva oportunidad para emprender negocios, ayudándoles también con lo más básico y esencial que necesitaban: salud, vivienda digna, y la escolarización de sus hijos.

Y a partir de ahí… empezaron a soñar de nuevo, y sus sueños son ahora reales. Están orgullosas de los logros alcanzados, de las iniciativas emprendidas, y vuelven a tener seguridad en sí mismas. Y al compartir en sus grupos de ahorro las ocasiones de violencia machista que siguen sufriendo muchas de ellas, se enfadan, se apoyan y pelean porque saben que merecen ser tratadas con respeto y dignidad. Todas estas mujeres con las que convivo y comparto el trabajo diario siguen sosteniendo el cielo de Meki, y siguen haciendo un ruido constante, no estridente pero persistente, para avanzar juntas. Están siendo un ejemplo para muchas otras.

Y como dice otro proverbio africano “las huellas de las personas que caminaron juntas nunca se borran”. Sueño y seguiré trabajando para que cada vez sean más las huellas y los ruidos de las mujeres que sigan denunciando, y transformando vidas.


 

Miércoles 29 Junio 2022
 


El pasado domingo día 19 celebramos la fiesta de Corpus, del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y para ilustrar la solemnidad en misa leímos el relato que nos ofrece Lucas de la multiplicación de los panes y los peces (Lc 9, 11-17). En este pasaje se adivinan, enseguida, dos modos distintos de enfrentar los desafíos que nos plantea la vida.

Por un lado, ante el problema acuciante de la falta de comida para toda la multitud que tienen enfrente, está la «solución» (llamémosla así) que plantean los discípulos: que cada cual se busque lo que necesite. Que la gente se disperse y que cada uno busque su pan. Es el sálvese quien pueda, la ley de la selva.

Y, por otro lado, está la opción de Jesús: quedémonos todos aquí, juntos, y, unidos, miremos qué podemos hacer y qué salida encontramos ante el problema que nos apremia. Este, podríamos decir, es el modo eucarístico (o sea, comunitario) de vivir la vida.

En la forma de enfrentar las cosas de los discípulos nadie asume la responsabilidad por el bienestar del hermano. Jesús, en cambio, sintetiza su propuesta precisamente con la invitación, o el mandato, de que sean los discípulos quienes se pongan a trabajar para resolver la necesidad de la muchedumbre: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Y esta se convierte, entonces, en la frase clave del relato. «Dadles vosotros de comer» es una orden de Jesús que resuena a través de la Historia, que llega como una llamada inescapable a los oídos y a la conciencia de todos aquellos quienes, a veces, quisiéramos inhibirnos, encogernos de hombros, decir que la necesidad del hermano no es nuestro problema y optar, con los discípulos, por el sálvese quien pueda.

En cada celebración de la Eucaristía recordamos y subrayamos que nos acercamos a comulgar en tanto que miembros de una comunidad. Es decir, que comulgamos el cuerpo de Cristo (presente en la hostia consagrada), para seguir siendo cuerpo de Cristo (en tanto que Iglesia, pueblo, familia), como dijo San Pablo: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo» (1ª Cor 12, 27).

En este sentido, es obvio que no habría mayor contradicción que una vivencia intimista, privatizada e individualista de la Eucaristía. Es hermoso que experimentemos la recepción de la forma consagrada como un momento de profunda cercanía con Jesús: pero ello nunca debería constituir una excusa para, entonces, alejarnos y desentendernos de los demás, con el pretexto de que «ya estoy bien con el Señor, los demás ni me interesan ni me hacen falta». Comulgamos, y en el hecho de comulgar sentimos la cercanía del Señor, sí: pero el fruto lógico de esta cercanía con quien dijo «dadles vosotros de comer» debería ser, una y otra vez, que entonces quienes hemos comulgado queramos acercarnos y comprometernos más los unos con los otros, y en especial con quienes pasan hambre. Porque (insistamos) comulgamos el cuerpo de Cristo en tanto que miembros del Cuerpo de Cristo.

¿Y qué nos hace ser Cuerpo de Cristo, o Iglesia, o pueblo o familia? ¿Una partida de bautismo? ¿Un pasaporte, una bandera? ¿Un apellido, unos genes? No, sino justamente lo que pone de manifiesto el texto de Lucas: la capacidad por asumir la responsabilidad por el hermano.

Un grupo de personas donde unos asumen la responsabilidad por el bienestar de los demás es una comunidad. Uno en el que cada cual va a la suya (independientemente de que compartan nacionalidad, o apellido, o afiliación a una misma iglesia) nunca lo será.

Escuchemos, con oídos renovados, las clarísimas palabras de Jesús: «Dadles vosotros de comer». En la capacidad que demostremos por responder a esta invitación nos jugamos nuestra misma identidad de miembros de la Iglesia, de personas hermanadas, unas con las otros, formando el cuerpo de Cristo.


 

Miércoles 15 Junio 2022


 

Nos alegramos de la publicación reciente del libro "Hechura de sus manos", en la Editorial San Pablo, de Madrid. Se trata de una obra de Pablo Cirujeda, miembro de la Comunidad de San Pablo y colaborador habitual de este blog. El libro, de exquisita presentación, desarrolla una serie de reflexiones en las que hace dialogar los relatos del libro del Génesis con nuestra ciencia moderna. En la contraportada leemos lo siguiente:

"Partiendo del Génesis, Pablo Cirujeda, sacerdote y médico, apunta unas breves reflexiones, serenas y conciliadoras, en las que busca, y encuentra, eso que une a los seres humanos entre sí; y a Dios. Con sus palabras demuestra que el tiempo, la capacidad creadora y, cómo no, el amor, entre otros hilos, tejerán esa materia indisoluble que, puntada a puntada, logra conformar el todo".

Un libro ameno y necesario. ¡Felicidades, Pablo!


 

Jueves 19 Mayo 2022
 
Miembros de un grupo juvenil de la parroquia La Resurrección, en Bogotá (Colombia),
después de ayudar a pintar la casa de una familia vulnerable del barrio durante la Semana Santa de 2022.


Las Bienaventuranzas son una de las páginas más hermosas del Evangelio. Decía el Hermano Roger Schutz, fundador de la comunidad de Taizé, que, junto con el Padrenuestro, deberíamos considerarlas como el pasaje fundamental para la vida de los cristianos. Lo cierto es que tenemos dos versiones de las Bienaventuranzas: las de Mateo (Mt 5,1-12), que tal vez sean más conocidas (las primeras que nos vienen a la cabeza), y las de Lucas (Lc 6, 20-26). Queríamos centrarnos en estas últimas, y en las diferencias con las Bienaventuranzas de Mateo, y en el mensaje que se esconde en estas diferencias.
 
Para empezar, en Lucas Jesús no anuncia las Bienaventuranzas desde un monte, como sucede en Mateo, sino en un llano. Esta ubicación geográfica ya indica algo importante: mientras que Mateo quiere subrayar que el Maestro habla desde las alturas (el lugar apartado adonde uno llega para encontrarse con Dios), en Lucas Jesús pronuncia las Bienaventuranzas en la llanura, el espacio del encuentro con la gente.
 
En Mateo, la primera bienaventuranza dice así: «Dichosos los pobres en el 
espíritu». En cambio, en Lucas será «dichosos los pobres»: los pobres a secas, los pobres materiales. Unos versículos más abajo, Mateo dirá que son dichosos «los que pasan hambre y sed de justicia». La segunda bienaventuranza de Lucas será, sencillamente, «dichosos los que pasan hambre». No hambre de justicia, sino hambre física, de pan.  
 
De alguna manera, mientras que allá se enfatizaba la invitación de Jesús a ser personas que han optado por ser sencillas y austeras, que se han hecho pobres a resultas de una decisión íntima… y que tienen un hondo deseo interior de que en el mundo se haga justicia… aquí el mensaje es más social, menos espiritual: bienaventurados los pobres, y los hambrientos, porque Dios está de su parte.
 
Ambas versiones de las Bienaventuranzas son importantes. La de Mateo, enfatizando la interioridad, nuestras opciones últimas, las que cultivamos cuando buscamos espacios de soledad y de encuentro con Dios, en los montes de la paz… y la de versión de Lucas, enfatizando nuestro compromiso social, el que asumimos en la llanura del mundo, confrontados con la realidad de la pobreza material que sufre tanta gente (pobreza escandalosa, en un mundo donde todos podríamos vivir con holgura si la riqueza no estuviese tan mal repartida).
 
En Lucas el mensaje es, con toda claridad y fuerza, que Dios se pone del lado de las víctimas de este mundo: felices serán los pobres, los hambrientos, los que lloran… porque son los preferidos de Dios.
 
Y esto último implica, por supuesto, una pregunta: ¿Y nosotros? ¿Nos ponemos siempre del lado de las víctimas, del oprimido y del humillado, o, tal vez, para no buscarnos problemas somos de los que callamos ante la injusticia, o incluso nos sumamos al grupo de los que solo buscan su propio bien?
 
En esta misma línea más social, las Bienaventuranzas de Lucas tienen algo que no tienen las de Mateo: van acompañadas por unas advertencias. “Ay de vosotros!” ¿Quiénes? Los ricos, lo que están saciados, los que ríen, aquellos de quienes todo el mundo habla bien.
 
¿Y qué tiene de malo reír, o estar saciado, o que hablen bien de uno? Son actitudes que describen a las personas complacientes con su entorno, a quienes ya les va bien todo tal y cómo está, y que por lo tanto viven despreocupadas. ¡Ay de aquellos, en definitiva, que se acomodan demasiado a su ambiente! Y esa es una advertencia muy seria: en este mundo nuestro, tan traspasado por la injusticia, sentirse demasiado a gusto (tal vez porque a mí las cosas ya me van bien) es un acto de egoísmo evidente.
 
Uno mira a su alrededor… y ve tanta injusticia, tanta opresión, tantas personas trabajando tanto por tan poco, y otras trabajando tan poco por tanto… y tanto abuso, tanta violencia, tanta crueldad, tanta indiferencia… que es lógico concluir que nadie debería decir «¡Ya todo está bien!». Un cristiano es una persona consciente de que el mundo no está bien y que, por lo tanto, no se acomoda acríticamente en él: al contrario, protesta y trabaja para construir una sociedad más justa.
 
Hagamos nuestras las Bienaventuranzas: las de Mateo, más espirituales, que nos invitan a examinar nuestras opciones últimas, íntimas, acerca de la clase de persona que queremos ser. Y las de Lucas, más sociales, que nos alientan a desarrollar un mayor compromiso social con los pobres y los que sufren.


 

Viernes 13 Mayo 2022
 


El tiempo de Pascua es el más largo de todos los tiempos de la Iglesia, cincuenta días dedicados a contemplar y a meditar acerca de la experiencia que vivieron los discípulos de Jesús, hombres y mujeres que lo siguieron y que creyeron en su predicación, al descubrir al mismo Jesús resucitado después de su muerte en la cruz. Durante este tiempo lo fueron conociendo y reconociendo en diferentes formas, siempre con la duda inicial acerca de su identidad, pues se trataba del mismo Jesús con el que habían caminado y comido, a la vez que de un Jesús nuevo y diferente.

Los cristianos profesamos que Jesús venció a la muerte, y alcanzó la vida definitiva de Dios en la que permanece eternamente. Vivo, se manifestó a sus discípulos, y vivo lo fueron experimentando en los distintos encuentros que nos relatan los Evangelios. Vivo, pero diferente… pues la vida cambia, siempre, y cambia todavía más en aquel que ha experimentado la muerte. La naturaleza nos muestra con claridad que todos los seres vivos estamos sujetos a un cambio permanente a lo largo de nuestro ciclo vital, y que podemos observar y reconocer en la transformación que se produce en el mundo natural en nuestro entorno, que tantas veces mencionó el mismo Jesús en sus parábolas, como las del sembrador, de la viña, o de la higuera y sus frutos.

También San Pablo habla de la transformación que supone el tránsito entre la vida y la muerte usando una imagen de la naturaleza: “Lo que tú siembras no tendrá vida si antes no muere. Y lo que siembras no es la planta tal como va a ser, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla.” (1 Corintios, 15 36,37). La vida, por lo tanto, se caracteriza por el cambio; es lo que no cambia y permanece igual lo que está muerto. En la vida diaria, cotidiana, los cambios quizás son menos llamativos, pero siempre están presentes, pues en las relaciones humanas, por ejemplo, como son las amistades, aprendemos que todo cambia con el paso del tiempo: unas relaciones se fortalecen y desarrollan, mientras que otras disminuyen o desaparecen.

El amor, que es la vida en su máxima expresión, viene a confirmar esta dinámica de la transformación: el amor que está vivo está en permanente cambio. Dice muy bien el Papa Francisco en su carta sobre la alegría del amor: “El amor que no crece comienza a correr riesgos” (Amoris Laetitia, 134). El amor crece, o disminuye, pero como toda realidad viva, está sujeto al cambio constante, no permanece igual por sí mismo, y necesita ser alimentado para poderse seguir desarrollando.

La resurrección, por lo tanto, es la manifestación de una vida que va a seguir creciendo sin límites, y que irá adoptando múltiples formas, pues en su desarrollo jamás dejará de cambiar. El encuentro con Jesús resucitado reviste tantas formas como personas que lo hayan experimentado, y siempre será nuevo y diferente, pues Él está vivo. Para los seguidores de Jesús, asumir su resurrección es vivir abrazando el cambio permanente en nuestras propias vidas, desechando lo antiguo, abiertos a la permanente novedad de Dios. “Revístanse, pues, del hombre nuevo” (Efesios 4, 24), exhorta varias veces San Pablo a sus seguidores.

Una comunidad cristiana resucitada, y un o una creyente resucitados, tienen que distinguirse por estar vivos, es decir, estarse renovando y cambiando constantemente, respondiendo así a las necesidades de la vida propia y de la del mundo que los rodea. Decía con gran acierto el ya santo John Henry Newman: “En un mundo superior puede ser de otra manera; pero aquí abajo, vivir es cambiar, y ser perfecto equivale a haber cambiado muchas veces.” Vivir es cambiar…y cambiando, manifestamos la vida que late dentro de cada uno de nosotros. El miedo y la resistencia al cambio que manifiestan con tanta vehemencia personas, instituciones y sociedades es, en definitiva, un miedo a la vida misma, a estar vivos. Jesús venció ese miedo para siempre, y con su resurrección enseñó a sus discípulos, y nos enseña a nosotros, a vivir cambiando, muchas veces.


 

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