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Martes 28 Julio 2020
 

Ignacio Ellacuría, asesinado en El Salvador en 1989

En estos días, en medio de la avalancha de informaciones sobre el desarrollo de la pandemia de la Covid19, varios medios, tanto seculares como eclesiales, se han hecho eco de otra noticia de actualidad: el inicio, en España, del juicio al excoronel del ejército salvadoreño Inocente Orlando Montano, acusado del asesinato de los jesuitas de la Universidad Centroamericana en El Salvador (la UCA). Como es bien sabido, el 16 de noviembre de 1989, durante la guerra civil que entonces padecía aquel país, un pelotón de las fuerzas armadas gubernamentales entró en la residencia de la universidad y asesinó a sangre fría a los padres jesuitas Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López, junto con Elba Julia Ramos, la persona que estaba al servicio de la residencia, y su hija Celina, de 15 años. Los jesuitas se habían destacado por sus posiciones intelectuales cercanas a la teología de la liberación, lo que a ojos de los sectores más conservadores del país los hacía sospechosos de ser simpatizantes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), la guerrilla de izquierdas que combatía al gobierno. El objetivo principal de los asesinos fue Ellacuría, que entonces era rector de la UCA. El coronel René Emilio Ponce, comandante del batallón que perpetró el crimen, había declarado, tajante y siniestro: “Ellacuría debe ser eliminado, y no quiero testigos”.
 
Este juicio nos brinda la oportunidad de recordar una de las frases más conocidas de Ellacuría, que tal vez se repita tanto porque, con el paso de los años, ha ido cobrando vigencia. Hablamos de su dictamen según el cual, en vistas de las desigualdades que existen en el mundo, el único camino que le queda a la humanidad es lo que él llamó el camino de la austeridad compartida.
 
Treinta años después del asesinato de Ellacuría y sus compañeros, las desigualdades entre ricos y pobres en el mundo no han hecho sino crecer [1], y la crisis ambiental se ha convertido en la principal amenaza para el futuro de la humanidad. Hoy sería sencillamente inviable que todos viviéramos con el mismo tren de vida con el que los más pudientes desarrollan su existencia: los recursos disponibles en nuestro maltrecho planeta no lo permitirían. Es decir, que la miseria que padecen los desheredados del mundo es la factura exacta que paga la humanidad por el lujo del que otros disfrutan, o disfrutamos. Si cada ser humano (nos acercamos a los 8.000 millones) quisiera disponer del mismo espacio habitacional y de los mismos recursos energéticos de los que goza un ciudadano norteamericano medio, por ejemplo, necesitaríamos cinco planetas Tierra. ¿Problema? Que solo tenemos uno. Si todos queremos sobrevivir, solo nos queda un camino: la civilización de la pobreza, o de la austeridad compartida, propuesta por Ellacuría.
 
Nada de esto es nuevo. Aquí solo quisiéramos apuntar algo, muy simple, sobre la dimensión espiritual del asunto, y es lo siguiente: que la aceptación de una mayor sobriedad por parte de quienes hoy viven y vivimos consumiendo más recursos de los que nos corresponden no sería solo una buena noticia para quienes, así, podrían salir de la miseria. También sería una gran noticia para nosotros, los que hoy deberíamos aprender a vivir con menos. Porque el aprendizaje de la sobriedad es, tal vez, lo único que podrá liberarnos de la esclavitud a la que nos somete la civilización del gasto enloquecido.
 
¿Esclavitud? ¿No será una palabra demasiado fuerte? En absoluto.
 
Es esclavitud vivir pendiente a todas horas del último modelo de teléfono inteligente que ha aparecido en el mercado. Es esclavitud que uno se obligue a vestir exclusivamente con ropa de ciertas marcas populares (y costosas). Es esclavitud la urgencia por disfrutar de la última tecnología que las tiendas han colgado en sus escaparates. Es esclavitud tener que cambiar de vehículo cada pocos años, cuando el que tenía aún me llevaba adonde quería ir sin mayores problemas. Es esclavitud vivir mirando de reojo al vecino, con temor a que su éxito económico empequeñezca el mío. Es esclavitud la obsesión por medrar. Es esclavitud la pesadilla de haber convertido la vida en una competición permanente. Es esclavitud haber hecho del dinero nuestro Dios.
 
Más de uno leerá el párrafo precedente y dirá, con cierta suficiencia y una sonrisa desdeñosa en los labios: «Uf, vaya retrato más tópico, gastado y simplista del “consumista”; en realidad nadie vive así». Cierto, tal vez nadie sea así todos los días. Tal vez nadie seamos la imagen exacta de esta caricatura algo tosca del “homo consumericus” o del “homo despilfarrassensis” (si se nos permite la broma lingüística). Sin embargo, muchos tenemos algún rasgo suyo, o varios… y eso basta para que debamos plantearnos qué hacemos con la advertencia de Ellacuría. ¿La ignoramos, en un acto de irresponsabilidad insolidario que, además de perjudicar a los más pobres, nos esclavizará? ¿O empezamos a pensar que eso de la austeridad compartida es algo muy serio que sí, también va con nosotros?


 
[1] Nos lo recordó Noah Yuval Harari en su ya famoso 21 lecciones para el siglo XXI (de 2018), cuando nos advertía de que nos acercamos a la sociedad más desigual que jamás haya existido.

 

Martes 2 Junio 2020
 

Este pasado domingo hemos celebrado la gran fiesta de Pentecostés. En el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles que nos narra la bajada del Espíritu Santo sobre la comunidad reunida (Hch 2,1-11) queda claro, por supuesto, que el espíritu viene a transformar la realidad, y que, si antes de que se derrame sobre los discípulos estos son un grupo atemorizado y encerrado, después de recibirlo son una comunidad valiente que se proyecta hacia fuera de sí misma.
 
Si, más allá de esta constatación fundamental, nos fijamos en lo que produce su predicación, vemos que el fruto de que el Espíritu se haya derramado sobre la comunidad es que el evangelio («las maravillas de Dios») son proclamadas de un modo que todo el mundo puede entenderlas.
 
La tarea de la iglesia, desde el día de Pentecostés en adelante, es la de traducir el mensaje cristiano de modo que gente de toda época y cultura lo entienda: de la misma manera que el pasaje de Hechos nos deja muy claro que personas de orígenes muy diversos («partos, medos, elamitas, de Mesopotamia, de Judea, de Capadocia»…) oyeron la predicación «cada uno en su propia lengua», también hoy nuestro esfuerzo tiene que ser el esfuerzo de hacer comprensible el evangelio cristiano para todos.
 
No estaremos llevando a cabo nuestra misión si hablamos un idioma opaco y alejado del lenguaje de la calle, por muy erudito que sea y por muy bien elaborados que estén —según nosotros— nuestros argumentos. En este caso, habremos perdido de vista que la misión era, y siempre será, traducir: traducir el sentido de la vida y las palabras de Jesús para cada nueva generación, para cada nueva cultura, para cada persona.

Hoy, en medio de una sociedad que cambia con rapidez, donde categorías culturales que usábamos anteayer ya no se entienden, tal vez sea más urgente que nunca saber traducir nuestro mensaje; desde la certeza de que el idioma, los términos y las imágenes que a nosotros nos sirvieron para acercarnos a Jesús tal vez ya no funcionen para quienes hoy se preguntan por él. 
 
Pidámosle al Espíritu Santo, este Gran Traductor, que nos inspire modos nuevos, absolutamente necesarios, de expresar nuestras convicciones más profundas.


 

Martes 19 Mayo 2020
 

“Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, pues serán consolados.
Bienaventurados los humildes, pues heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, pues recibirán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón, pues verán a Dios.
Bienaventurados los que procuran la paz, pues serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5, 3-10)
 
Estas palabras de Jesús, grabadas tan vivamente en la memoria de sus discípulos de la primera hora, y transmitidas hasta nuestros tiempos, han sido consideradas por muchos como el texto esencial del mensaje cristiano, su síntesis más acertada, capaz de interpelar la vida de cualquier persona y de cobrar relevancia frente a cualquier reto o situación histórica.
 
Sin duda, las bienaventuranzas adquieren hoy de nuevo su sentido pleno frente a la situación de pandemia que estamos viviendo, y que todavía se está desarrollando frente a nuestros ojos de forma incierta, sin que podamos conocer el futuro que se está gestando, la famosa “nueva normalidad” hacia la que nos dirigimos a nivel global y también a nivel local y personal. En cada una de nuestras realidades estamos siendo testigos de tantas situaciones desgarradoras de pobreza, llanto y desesperación… junto con innumerables testimonios de misericordia y de compromiso con los más vulnerables.
 
Si releemos las palabras de Jesús con detenimiento observaremos que están claramente agrupadas: las primeras cuatro bienaventuranzas hablan del sufrimiento pasivo (el de los pobres, los que lloran, los que sufren…) al que hoy están sometidas tantas personas, atrapadas por la contingencia sanitaria, social y económica, mientras que las cuatro siguientes mencionan también a aquellos que trabajan por remediar ese mismo sufrimiento (los misericordiosos, los de corazón limpio, los que trabajan por la paz y la justicia…). Vemos, pues, que Jesús se dirige tanto a los que se ven abrumados e impotentes ante el sufrimiento presente, como a los que tienen la posibilidad de enfrentarlo y comprometerse con un futuro más justo y equitativo.
 
Las bienaventuranzas no contienen una promesa vacía de un consuelo futuro, ni una invitación a la resignación ante el sufrimiento presente. Antes bien, son una invitación activa a trabajar por remediar las causas del sufrimiento humano, ahora y aquí, y en toda circunstancia histórica, definiendo así el verdadero itinerario de vida cristiana, porque el reino de los cielos que anuncian ya está presente entre nosotros, y puede y debe ser construido con el compromiso por la paz y la justicia, desde la misericordia y la limpieza de corazón de quienes saben conmoverse frente al hermano que llora de impotencia y de rabia frente a la pérdida de un ser querido, y está pasando hambre por haberse quedado sin trabajo y sin medios para mantener a su familia y pagar el alquiler de su vivienda.


 

Sábado 18 Abril 2020


 
En este segundo domingo de Pascua leemos la conocida historia de Tomás, el discípulo que no estaba presente en la aparición de Jesús y luego puso en duda el testimonio que le dieron los demás (Jn 20,19-31).
 
Seguramente, el principal problema de Tomás es el individualismo. En un momento de dificultad y de persecución, de angustia, cuando todos los amigos de Jesús están juntos, encerrados por miedo (imposible no pensar en nuestra situación actual de confinamiento), Tomás no está con ellos. Va a la suya. No sabemos en qué andaba: no importa. El hecho es que no acompañaba a los demás, ni buscando el apoyo del grupo ni confortando a los más temerosos. Y, cuando regresa, pone en duda el testimonio de la comunidad.
 
La verdad es que, de entrada, no hay nada de malo en que Tomás quiera cerciorarse de que no lo están engañando. Si somos sinceros, tal vez en vez de juzgarlo con dureza precipitada por desconfiado y por incrédulo, muchos empatizaremos con él: también nosotros queremos asegurarnos de que nos tomen el pelo. Y es que nos han engañado tantas veces, nos han dado tantas falsas esperanzas, nos quieren vender paraísos a bajo coste tan a menudo… que, en realidad, no parece fuera de lugar que, como Tomás, seamos precavidos ante las buenas noticias que nos dan.
 
Hasta cierto punto (y sea dicho con todos los respetos por el mundo de la publicidad), debemos reconocer que el consumismo desbocado de nuestro tiempo está fundamentado en algo así como un engaño permanente: nos quieren engatusar a diario con mil ofertas que, luego nos dejan decepcionados. Aquella lavadora no era tan potente como se nos dijo, ese jabón maravilloso no quita las manchas con tanta facilidad como se nos prometió, este plan de internet para la casa no funciona ni de lejos como nos aseguraron, este pantalón o estos zapatos no son tan resistentes como nos informaron en la tienda… en este sentido, que Tomás dude de lo que le dicen no es un disparate.
 
¿Cuál es su error? Que pone en duda la palabra de aquellos en quienes debería haber confiado. Llevado por su desconfianza, tal vez razonable, y fundamentada en experiencias pasadas, Tomás termina por desconfiar de todo el mundo, incluyendo aquellos que no lo estaban engañando. Tomás encarna una desconfianza desorientada.
 
Su historia, por lo tanto, nos invita a hacer un ejercicio de discernimiento, y a preguntarnos: ¿De quién debo fiarme? ¿De quién no? ¿Como descubrirlo? La vida nos demuestra demasiado bien que no podemos ir por ahí fiándonos indiscriminadamente de todo el mundo. Si lo hiciéramos seríamos unos ingenuos, y víctimas de mil y un timos. Pero si, por otro lado, terminamos sin fiarnos de nadie … ¡ay!, pobres de nosotros, también. Porque crecer, como personas y como cristianos, es aprender del testimonio de los demás, dejarnos iluminar por experiencias ajenas, que terminamos haciendo nuestras. De hecho, por mucho que nos guste dar un cierto aire de escepticismo a nuestra mirada, a lo largo del día nos fiamos mil veces (sin siquiera planteárnoslo) de lo que otros nos dicen: me fío de que el conductor del autobús en el que me subí se detendrá en mi parada, de que mi profesor no está inventando lo que enseña en clase, de que el hombre del tiempo que aparece en las noticias ha estudiado meteorología y sabe de lo que habla, de que mi esposo en verdad va a esa reunión de trabajo, o mi hijo a hacer tareas en casa de aquel amigo de su clase…
 
Pues bien, para nosotros, gente de fe, hay un sujeto, uno en especial, de cuyo testimonio no deberíamos dudar nunca (y es precisamente aquel del que dudó Tomás, y ese fue su error): la comunidad de los creyentes, reunida y llena del Espíritu Santo. La Iglesia. Ojo: no decimos los curas, los obispos, ni siquiera el papa, en tanto que individuos: sino la comunidad de fe, reunida, experimentando junta la presencia del Resucitado, compartiendo la esperanza, dialogando sobre lo vivido… esta comunidad, llena del Espíritu que Jesús le ha dado, no nos miente. Su testimonio es fidedigno. En este tiempo pascual se nos invita a que todos seamos parte de dicha comunidad, que con su vida y reflexión da un testimonio cierto, humilde pero firme, de la bondad en Dios.


 

Domingo 12 Abril 2020

El título de este escrito es una pregunta que no solo María Magdalena, que fue a ungir el cuerpo de Jesús el domingo por la mañana, se hizo a sí misma (Jn 20,1-9), sino que también muchos tenemos en mente en este momento. Cuando en las parroquias en muchas diócesis de todo el mundo se suspendió la celebración pública de la misa, muchas personas se preguntaron qué haremos ahora si no podemos recibir la comunión. Y después de celebrar la misa con una iglesia vacía, algunos de mis amigos sacerdotes explicaron cómo fue, realmente, una experiencia indescriptible. La situación actual de la Iglesia en tiempos del COVID-19 está afectando a todos en nuestras parroquias. Sin misas abiertas al público, tanto los sacerdotes como los laicos están batallando por encontrar formas alternativas para continuar alimentando la fe. Sin duda, las medidas tomadas han afectado seriamente las necesidades espirituales de numerosas personas. Pero si durante la pandemia solo te preocupa cómo lidiar con la cuarentena sin la Eucaristía y con las iglesias vacías, considérate afortunado. La cuarentena está haciendo que muchas personas se pregunten no solo cómo satisfacer sus necesidades sacramentales, sino también qué van a hacer sin pan y con el estómago vacío. Familias enteras que dependían de su trabajo diario para sobrevivir ahora viven en gran necesidad porque no pueden salir a trabajar. Mi intención no es crear una dicotomía entre las necesidades sacramentales y físicas. Ambas son esenciales para las personas de fe. Pero la situación actual y las lecturas del domingo de Pascua me han hecho reflexionar sobre cómo la ausencia del cuerpo descrito en la narración de la resurrección puede tener un significado especial, particularmente para aquellos que ahora sufren hambre debido a la pandemia.
 
Cuando todo comenzó, vi muchas formas creativas en las que los sacerdotes y el personal de las parroquias se comunicaban con los feligreses. Las redes sociales y los servicios “streaming” se volvieron útiles para garantizar que los feligreses se sintieran conectados con las celebraciones y que se estaba cuidando su vida espiritual. También he visto muchos esfuerzos de grupos religiosos y no religiosos para asegurar que las personas no pasen hambre durante la pandemia. Algunos feligreses y sacerdotes que yo conozco personalmente se han organizado para entregar bolsas de comida para aquellos cuyos ingresos diarios se han visto afectados por la pandemia. Pero incluso después de COVID-19 habrá personas que se hacen esta pregunta todos los días: ¿qué voy a hacer sin pan y con el estómago vacío? Creo que esta situación presente ha demostrado que podemos estar listos para actuar y ayudar a proveer. La Iglesia ha demostrado que durante la pandemia puede encontrar nuevas formas de satisfacer tanto las necesidades espirituales como físicas de los desprovistos.
 
Después de la crucifixión, cuando ella vio que no había cuerpo sino una tumba vacía, María Magdalena corrió hacia Pedro y el otro discípulo pensando lo peor: el cuerpo se ha ido para siempre y nunca lo encontrarán. Una deducción razonable cuando se ha visto la muerte de aquel que tanto amaba y toda la esperanza se ha ido. Se nos invita, durante este tiempo, a mantener la esperanza y seguir creyendo que después de la pandemia recibiremos otra vez el Cuerpo de Cristo. La reacción de María Magdalena es la reacción de alguien que anhela ver a Jesús nuevamente; una reacción que muchos de nosotros también podemos tener ahora, en un momento de hambre espiritual. Mientras algunos de nosotros compartimos con ella nuestra hambre por el Señor, no olvidemos mientras lo esperamos con esperanza, satisfacer el hambre de aquellos que carecen de pan ahora debido a COVID-19. No olvidemos nunca que “las alegrías y las esperanzas, las penas y las ansiedades de las personas de esta edad, especialmente aquellos que son pobres o de alguna manera afligidos, son las alegrías y las esperanzas, las penas y ansiedades de los seguidores de Cristo" (GS1).


 

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