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Jueves 6 Mayo 2021
 


El evangelio podría compararse con una partitura musical. ¿Qué es, una partitura? Una hoja de papel escrita para convertirse en música. Un pentagrama lleno de notas que nadie interpretase nunca, y que jamás, ni una sola vez, se convirtiese en melodía, sería un contrasentido, un absurdo. Asimismo, los evangelios se escribieron para ser vividos. Estamos frente a unos textos que quieren ser vida, y sería un contrasentido y un absurdo que solo nos los mirásemos desde la distancia, que tal vez los estudiásemos, los diseccionáramos con pericia (cosa necesaria, por otro lado), pero no los intentásemos llevar a la práctica. Pues bien, lo que aquí quisiéramos subrayar es que, si cualquier partitura existe para convertirse en música, los evangelios existen para convertirse en vida comunitaria y en acción transformadora de la sociedad. En efecto, este «llevar el evangelio a la práctica» del que hablábamos pasa necesariamente por una experiencia de comunidad, de personas que, ya sea como familia de sangre, o como familia de fe, o como grupo de amigos, o como equipo parroquial, o como instituto de vida consagrada, juntas, tratan de encarnar, en su tiempo y en sus circunstancias, lo que van aprendiendo en los evangelios. Y, juntas, entonces, tratan de mejorar el mundo en el que viven, haciéndolo más vivible para todos.
 
Se trata de una puntualización importante, porque hoy, en muchos contextos culturales, va ganando peso la idea de que la fe debería ser algo privado, que afectase únicamente el ámbito de la consciencia individual de las personas. En este sentido, leía hace poco un artículo algo desafortunado de un periodista (con quien por otro lado suelo estar de acuerdo), en el que el autor afirmaba, precisamente, que «nadie debería reírse de ninguna religión, primero porque, con tal de que se limite a la esfera personal ¿qué problema hay?». Este es el asunto, el quid de la cuestión. Que, si el evangelio de Jesús se limita a la esfera personal, si no se traduce en vida fraterna y en acción de transformación social, si se privatiza, deja de sonar. Si privatizo el evangelio, lo enmudezco.
 
La fe arraiga y crece en nuestras conciencias y en nuestros corazones, eso es cierto. Sin embargo, no se queda allí. El mensaje de Jesús implica necesariamente que quienes se adhieren a él lo quieran encarnar, lo hagan vida comunitaria y compromiso con la justicia, compromiso de transformación del entorno. Privatizar la fe cristiana siempre será un contrasentido, porque la fe cristiana es, por definición, comunitaria y social.
 
¿Y por qué a tanta gente, hoy, le resulta deseable que la fe sea un asunto privado, limitado a la esfera personal? Podríamos sospechar, sin querer ser malpensados, que un evangelio privatizado interesa, sobre todo, a los que no quieren que nada cambie, a los que ya están a gusto con el mundo tal y como es, a los que las desigualdades e injusticias no les afectan, o les convienen. A los privilegiados, a las élites. A todos ellos les asusta, y con razón, un evangelio convertido en vida, convertido en testimonio de fraternidad, convertido en construcción diaria del reino, convertido en denuncia de los atropellos de unos pocos contra el resto. Privatizar la fe es privarla de su potencial transformador y liberador. Es, en una palabra, matarla. Si no queremos que el evangelio quede reducido a letra muerta, tendremos que interpretar, una y otra vez, la música suave y cautivadora que palpita en sus páginas. Para eso se escribieron.


 

Viernes 2 Abril 2021

Reflexión sobre Viernes Santo

 

Cada Viernes Santo nos encontramos con la Pasión de Jesús según el evangelio de Juan. En el relato, cuando Jesús está a punto de ser condenado, Pilato pregunta a la multitud: «¿Acaso quieren que crucifique a su rey?» Es sorprendente leer que la respuesta no viene de la multitud, sino de los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César» (Juan 19, 15). Esta respuesta es, según mi opinión, una de las ironías más grandes que nos ofrece el evangelio de Juan. El motivo de mi conjetura está en la manera en que Israel concebía la idea de reino, especialmente en el tiempo de Jesús.
 
Aunque estamos acostumbrados a escuchar títulos como Mesías e Hijo de David conectados con Jesús de manera positiva, la institución de la monarquía no fue siempre bien recibida en el judaísmo ni en las Escrituras hebreas. Israel no estaba destinado a tener un rey, como las demás naciones a su alrededor. Dios mismo advierte sobre el peligro de la institución monárquica a través de su profeta Samuel (1 Samuel 8, 10-22). Pero el pueblo de Israel quiso parecerse a las demás naciones, e insistieron en que querían un rey. Dios les concede la petición y con Saúl empieza una cadena de reyes poco exitosos. Tuvieron problemas con David y Salomón, quienes según los libros de los Reyes violaron la única ley que los reyes de Israel tenían que cumplir (Deuteronomio 17:14-20; 1 Reyes 10-11). La institución de la monarquía fue tal fracaso que Israel terminó dividida y en el exilio.
 
Después del exilio de Babilonia, cuando al pueblo de Israel se le permitió regresar a Palestina, por intervención divina, la monarquía se empezó a ver de otra manera. Solo Dios podía ser el rey verdadero de Israel. El pueblo no debió poner nunca su confianza en príncipes humanos, sino solo en Dios (Salmo 146, 3). Esta reflexión se ve muy clara en el libro de los salmos. Si nos damos cuenta de cómo están organizados los salmos, veremos que los primeros tres libros (Salmos 1-89) cuentan la elección y el fracaso de la monarquía, que termina con el rechazo de Dios hacia David (Salmo 89, 39-46). En el resto de la colección, especialmente en los salmos 90-96, encontramos la confesión de que Dios es rey, dejando atrás cualquier deseo por un rey humano. Esta idea se consolidó como resultado de una reflexión sobre la monarquía fallida. El deseo de reestablecer el linaje Davídico quedó vivo en algunos pequeños círculos judíos, lo vemos en los evangelios, por ejemplo cuando a Jesús se le llama hijo de David. Pero incluso Jesús ve el peligro de alimentar la idea de una nueva monarquía terrenal (Juan 6, 15).
           
Volviendo al diálogo entre Pilato y la multitud, nos damos cuenta de la ironía cuando los sumos sacerdotes, que supuestamente rezaban día y noche con los salmos, proclaman rey único al César. ¿Por qué lo hacen? Porque con tal de deshacerse de Jesús están dispuestos a traicionar su propia fe en Dios como el único rey de Israel. “No tenemos más rey que el César” es la culminación de su plan para que los romanos crucifiquen a Jesús. Han escogido ir en contra de su propia fe, e incluso aliarse con su opresor, para condenar a Jesús, quien había desafiado su posición social y autoridad religiosa (Juan 11, 48). Tenían miedo, y tanto era su temor de perder el templo, que traicionaron su propia religión para poder mantener el status quo. Esta ironía no es nueva en la Biblia, también la encontramos en la historia del Éxodo. El pueblo de Israel, después de ser liberado de la esclavitud de Egipto, añora la comida que allá tenía, aun siendo esclavo, y en el desierto rechaza la libertad a la cual Moisés les había conducido (Éxodo 16, 3).
 
Este Viernes Santo es un buen momento para reflexionar sobre cómo nuestros miedos nos pueden apartar de Dios mientras nos aferramos a falsos reyes para sentirnos seguros y protegidos. Para los sumos sacerdotes, en la narrativa de la pasión de Juan, el César se convirtió en una falsa seguridad, ya que ellos rechazaron el mensaje de libertad de Jesús y se aferraron a un templo y un sistema que ya conocían, aun siendo oprimidos. Para el pueblo de Israel en el desierto, Egipto se convirtió en una falsa seguridad que ofrecía comida a cambio de esclavitud. De igual manera nosotros nos sentimos seguros dentro de nuestros sistemas políticos y económicos, dentro de instituciones e ideologías. El miedo a cambiarlos nos puede hacer perder de vista nuestra misión de proclamar el evangelio, y terminar llamando rey a un líder político o a una institución terrenal. Que el miedo nunca nos coarte la capacidad de ser generosos, y que nunca nos lleve a traicionar el evangelio de Jesús. La cruz que celebramos hoy es lo opuesto a una vida plagada de miedos.


 

Jueves 1 Abril 2021

Reflexión sobre el Jueves Santo

 
 
La frase inicial de la lectura del evangelio que se lee hoy, Jueves Santo, en la misa vespertina de la cena del Señor, sirve de pórtico para toda la celebración del Triduo Pascual: «Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Esta introducción magistral del evangelista Juan es un modo inmejorable de enmarcar todos los acontecimientos que se desarrollarán a partir de aquí: la última cena, el lavatorio de los pies, la oración y el prendimiento de Jesús en Getsemaní, su juicio, condena y crucifixión, su memorable perdón a sus verdugos, desde la cruz, su muerte y su resurrección. La clave interpretativa que explica la actitud del Señor a través de todos estos momentos es que, habiendo amado a sus amigos, los amó hasta el extremo.
 
Hoy, que entramos con fe y emoción en la celebración de los días centrales del año litúrgico, no estaría de más que examináramos nuestra reacción, tanto emocional como racional, ante esta afirmación conmovedora del evangelista. Cuando escucho que Jesús «amó hasta el extremo», ¿qué siento? ¿Qué pienso?
 
Y es importante hacerse esas preguntas porque seguramente estamos ante una de estas frases del Evangelio que tendemos a mirarnos con un punto de suficiencia, a poner entre comillas, o, en el fondo, a pensar que aplicada a Jesús está muy bien, pero que, hoy, aquí, es impracticable, y hasta indeseable. Porque, ¿qué significa, realmente, amar hasta el extremo? ¿Es posible? ¿Acaso existe, en el mundo real, un amor tan puro? ¿Es saludable, este amor que lo entrega todo? ¿Acaso no es esencial practicar el autocuidado? ¿Y acaso no nos enseñan los psicólogos que en todo amor hacia los demás hay un algo (o un mucho) de interés y de amor propio? Desde nuestra experiencia de la complejidad de la vida podríamos leer el relato evangélico y conferirle, tal vez, la categoría de una fábula. Hermosa, sí… pero fábula al fin y al cabo. Y, entonces, leeremos que Jesús amó a sus amigos hasta el extremo y reduciremos esta frase, como mucho, a un ideal. Bonito, pero poco realista. «En el mundo real, nadie ama así», nos diremos.
 
Algo de razón tendremos si pensamos de este modo: la entrega absoluta es patrimonio de muy pocos, y tiene mucho de ideal. En la mayoría de nosotros, los miedos, los egoísmos y la búsqueda de comodidades reducen nuestra capacidad de entrega. Y, no obstante, es crucial que nos demos cuenta de que estamos ante un horizonte posible. Difícil, sí, pero tal vez menos lejano de lo que pensamos. Hay, a nuestro alrededor, en cada barrio de cada ciudad del mundo, en cada aldea, en cada pueblo, personas que aman a otros con una dedicación y generosidad admirables. Extremas. La madre soltera que se desvive por sus hijos trabajando horarios imposibles en condiciones casi inhumanas, la mujer que todos los días va a visitar a su vecina deprimida y la saca a pasear, el nieto que tiene en su casa a una abuela, enferma de años, y la atiende con una sonrisa invencible, los padres que harían cualquier cosa por su hijo discapacitado, la monja que cuida a unas huérfanas como si fueran sus propias hijas… ¡Ojo! Ninguno de estos ejemplos (ni otros muchos que se me ocurren) es retórico o imaginado: para cada uno de ellos estoy pensando en personas de carne y hueso que lo encarnan y he tenido la dicha de conocer. De repente, el modelo de Jesús, amando con una entrega completa, ya no parece tan remoto ni inalcanzable.
 
La Semana Santa, con la contemplación de la Pasión de Jesús (el hombre que amó hasta el extremo), debería servir para que nosotros, que tal vez durante el año dejamos que se enfríe nuestro compromiso cristiano, recuperemos un poco de la pasión de los santos. Vale la pena: en primer lugar, porque tener este amor radical como meta y horizonte nos elevará, incluso si nos quedamos muy lejos de cumplirlo. Dará hondura y amplitud de miras a nuestro caminar. Y, en segundo lugar, porque si «domesticamos» demasiado el Evangelio y pretendemos vivir la fe sin apasionamiento, a medio gas, tarde o temprano acabaremos pensando que el Evangelio exige mucho a cambio de muy poco. «Quien pierda su vida la encontrará», dijo Jesús. Solo quien se entregue del todo, o quien por lo menos lo intente y vea la entrega como algo posible y deseable, cosechará (a pesar de los obstáculos y de muchos momentos duros que le tocará vivir) los frutos de saber que su tiempo y esfuerzos en este mundo están sirviendo para algo, y la alegría que esta convicción conlleva. La entrega absoluta de Jesús, este Jueves Santo, nos advierte de que, también para nosotros, la radicalidad es el camino. Un camino arduo, sin duda, pero que nos eleva por encima de nuestras miserias, que nos ayuda a salir de nuestros pequeños mundos, y que, por eso, vale la pena. Más que nada en este mundo.


 

Martes 23 Febrero 2021

¿Cuáles son las tentaciones propias de la Cuaresma que acabamos de iniciar?

 
 
 

Todos los años, en el primer domingo de Cuaresma leemos el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto. Este pasado domingo leímos la versión que nos da Marcos, mucho más sucinta que las más elaboradas de Mateo y Lucas: «Inmediatamente el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Estuvo en el desierto cuarenta días, tentado por Satanás; estaba entre las fieras y los ángeles lo servían» (Mc 1, 12-13).  Se trata, sin duda, de un relato simbólico que nos anticipa toda la vida de Jesús. Lo podríamos comparar a un tráiler cinematográfico, cuando en uno o dos minutos se nos ofrece una visión general de la película entera que pronto se estrenará: en un instante vemos el rostro de los principales personajes y captamos el “sabor” de la historia que luego se nos explicará en detalle. En el “tráiler” del evangelio que nos da Marcos descubrimos que toda la vida de Jesús (los cuarenta días) vivió impulsado por la fuerza del Espíritu que había descendido sobre él el día de su bautismo; que toda su vida fue una travesía por el desierto (el desierto de tanta incomprensión que tuvo que padecer); que estuvo tentado constantemente (¿cuántas veces se planteó Jesús tirar la toalla y abandonar su misión?); y que vivió siempre rodeado por fieras (sus múltiples adversarios, desde los fariseos a los sumos sacerdotes de Jerusalén) y servido por ángeles (aquellos que le ayudaron en su misión, desde sus discípulos, que le ofrecieron su seguimiento hasta los amigos que lo acogieron en sus casas, como Marta, María y Lázaro). 
 
Lo particular de este relato es que Marcos no especifica cuáles fueron las tentaciones. A diferencia de lo que harán Mateo y Lucas, que nos hablarán de convertir piedras en pan, del poder y la gloria, o de poner a prueba a Dios con el gesto de Jesús de tirarse desde el alero del templo, aquí simplemente se nos dice que Jesús “fue tentado”. Y eso nos ayuda a comprender que las tentaciones son muchas y muy variadas, que cada cual tiene las suyas, y que siempre haríamos bien de preguntarnos cuáles son las nuestras.
 
En este sentido, tal vez haya para muchos de nosotros unas tentaciones específicas de esta Cuaresma del año 2021.
 
Hace ahora justamente un año del inicio de la pandemia de la Covid-19, en la que doce meses más tarde todavía estamos inmersos. ¿Acaso no creará, este contexto, las condiciones para unas tentaciones particulares? Nos parece que sí, y que vale la pena examinarlas.
 
En primer lugar, la tentación de rendirnos. Cansados, fatigados por las malas noticias, por tanto dolor vivido y compartido, por tanta ansiedad e incertidumbre, quizá la primera tentación a la que debemos enfrentarnos, hoy más que nunca, es a la del desánimo, la que nos invita a dejar de luchar por el futuro de nuestras familias y dejar de suspirar por un mañana que nos resulte atractivo e ilusionante.
 
La segunda puede ser la tentación de pensar, ante tanto dolor, que los demás existen solamente para servirnos porque, de algún modo, mi sufrimiento es más serio, más grave o profundo que el tuyo. Y, entonces, olvidar que estamos llamados, todos y en cualquier circunstancia, con pandemia y sin pandemia, a ser estos ángeles de los que nos hablaba el evangelio, dispuestos a servir a los demás. Es la tentación de olvidarnos del servicio. De renunciar a ser ángeles.
 
Y, relacionada con esta, estaría entonces la tentación de convertirnos en fieras. Apremiados por el contexto difícil y complicado de la pandemia, podríamos sentirnos justificados para perder la decencia, el respeto, la bondad, y comportarnos de modos que, antes de la pandemia, nos parecerían inaceptables. Como si, en estos tiempos inciertos, todo valiera. De hecho, en muchos lugares ya se está experimentando desde hace meses un augmento de la delincuencia. Es un efecto de la crisis que estamos viviendo, provocado por aquellos que, en medio de tanta necesidad, asumen que es lógico abandonar el respeto hacia el otro, los mínimos de convivencia que antes respetaban, y lanzarse a vivir según la ley de la jungla.
 
La última tentación propia del tiempo presente que mencionaremos (habría más, sin duda) es de que convirtamos el distanciamiento social en distancia emocional y afectiva, y el encierro domiciliario en un encierro mental. Es obvio que debemos seguir practicando los protocolos de bioseguridad y seguirnos cuidando… pero vigilando que este distanciamiento social no nos lleve a distanciarnos emocionalmente de los demás, y que el obligado encierro no nos conduzca a enclaustrarnos en nuestro pequeño mundo de preocupaciones, olvidándonos de que, más allá de nuestros hogares, hay un mundo de gente necesitada.
 
Asumir que estas pueden ser algunas de las tentaciones que nos asechen durante esta Cuaresma que ya hemos iniciado puede ser el mejor modo de vencerlas.


 

Sábado 20 Febrero 2021
 


En la Iglesia Católica es tradición animar a las personas a realizar algún sacrificio especial durante el tiempo de Cuaresma, este tiempo que iniciamos esta semana con la celebración del Miércoles de Ceniza. Hay quien decide que mientras dure la Cuaresma no comerá cosas dulces, o no fumará, o no tomar alcohol… A mí me recuerda a los sacrificios que hacía mi madre cuando era pequeña: se ponía piedras en los zapatos y se ataba una cuerda apretada en la cintura. No sé cuánto tiempo duraría, seguro que no mucho, y que eran cosas de chiquilla, pero yo, cuando me lo contaba, no entendía muy bien la noción de sacrificio que estas prácticas entrañaban. Yo, como adolescente creyente, decidía que eso no iba conmigo, que Dios no me pedía esos sacrificios.
 
El sacrificio es un ritual, y como tal tiene su contenido y su espiritualidad, y aunque en mi rebeldía adolescente no lo viera, los rituales son parte de la vida, más útiles y valiosos para unos que para otros; pero como decía un amigo, hacer un esfuerzo cuaresmal de autodisciplina, aunque sea en el comer o beber, no es malo, sino que demuestra que puedes ejercitar tu voluntad sobre tu cuerpo.
 
Otro amigo compartía la reflexión de que los ciclos litúrgicos de la Iglesia no siempre se viven en el año, sino que nuestras vidas tienen etapas de cada ciclo: etapas de sacrificio, de reflexión, de contención, como la Cuaresma, etapas de tristeza y duelo, como el Viernes Santo, y etapas de nueva vida y alegría como el Domingo de Resurrección. Cierto también que, con la pandemia, estamos viviendo una larga etapa de moderación en muchos sentidos, de contención, de tristeza y de dolor. Así que hay sacrificio, ¡queramos o no!
 
Este año, en los días previos a la Cuaresma, me planteaba llevar a cabo un doble propósito, mi “sacrificio” personal, y se lo comparto.
 
Por un lado me he propuesto que cuando inicie un diálogo sobre política, o religión, o economía, estar desde el principio dispuesta a aprender lo que otra persona me pueda enseñar; estar dispuesta a que pueda modificar levemente mi opinión, o pueda incluso cambiarla. Eso sería un diálogo verdadero. Porque si llego al diálogo con todas mis ideas firmes e inamovibles, ¿qué diálogo será ese? Recientemente el obispo de Madison (en los EE. UU.), Donald J. Hying, ha enviado una carta a todos los sacerdotes de su diócesis alertando de la desunión y polarización que existe hoy en la Iglesia Católica de su país debido al momento político convulso que allá se está viviendo. Parecería que hay “Católicos de Trump” y “Católicos de Biden”, dice Hying. En su carta constata que cualquier opinión moderada y cualquier intento de llegar a una posición intermedia es visto como traición a la verdad. “La dolorosa experiencia de estos últimos meses me muestra que las personas, pecadoras al fin, podemos ser muy tribales, y crear así mucha división en nuestro entorno. Nos asociamos instintivamente con aquellos que piensan, actúan y viven como yo vivo.” En esa línea, repito el primer propósito: iniciar cualquier diálogo con una actitud sincera de apertura al otro, estando dispuesta a cambiar de opinión, a comprender, a empatizar con otros puntos de vista.
 
Por otro lado, tengo un propósito parecido, pero más en la línea del juicio de las personas que de las opiniones. En las interacciones diarias con los otros encontramos mil motivos para juzgar negativamente no solo una idea o una postura política, sino una actuación, un sentimiento, una emoción. Mi propuesta para esta Cuaresma es generar empatía buscando una virtud, algo positivo, en todos aquellos con quienes interactúe. Cada vez que me asalte un juicio negativo sobre alguien, buscar (y rebuscar si hace falta) hasta encontrar una virtud, un don, una cualidad, una habilidad que esa persona tenga y sea digna de alabanza o incluso de imitación. Así, mis juicios (aunque sé que, de hecho, no debería juzgar) serán más equilibrados y empáticos con la otra persona.
 
En conclusión, mi propósito doble para esta Cuaresma consiste en tender puentes de unión con los demás: puentes entre mis opiniones y las del otro, y puentes de empatía con los sentimientos y las actuaciones del otro, equilibrando así los posibles juicios negativos con los positivos. ¡Casi nada! ¡Buena Cuaresma!


 

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