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Jueves 6 Enero 2022
 

¡La Epifanía! Esta palabra que no aparece en la Biblia, pero se ha utilizado para describir la manifestación de Jesús como Mesías y Dios a las naciones. No hay un significado secreto ni un mensaje complicado en el Evangelio de hoy. Los Reyes Magos, personas que no eran judíos, vinieron de un país extranjero para rendir homenaje a Jesús, un Rey recién nacido. Para los magos, Jesús es un Rey, un Mesías, un Salvador y un Dios. Realmente no importaba que no fueran judíos.
 
¿No les parece interesante que Herodes y toda Jerusalén, que estaban tan cerca de Belén, no pudieran ver la estrella? Y aún más interesante es pensar que incluso después de que los magos se lo dijeran, Herodes y la gente no pudieron ver la estrella. “Ve a buscar al bebé y luego cuéntamelo”. En esta historia, solo los magos pueden ver la estrella.
  
Para entender esto, necesitamos saber que, en el Evangelio de Mateo, Jerusalén no es solo un lugar geográfico. También es un estado mental, una actitud. Estar en Jerusalén es pertenecer a una mentalidad nacionalista cerrada, exclusiva, rígida. En el Evangelio de Mateo, Jerusalén es el centro del judaísmo nacional. Aquellos que creían que Yahvé era su Dios y que la salvación era solo de ellos, estaban en Jerusalén. Y estas personas no aceptaron que la luz de Dios pudiese brillar mucho más allá de su ciudad y su propia gente. Monopolizaban la gracia de Dios. Sin embargo, como vemos en el Evangelio, la estrella brilló para los gentiles. y los primeros adoradores de Jesús fueron lo que los judíos rígidos llamaron impuros, paganos o simplemente extranjeros.
 
Este escrito de Mateo podría haber creado un poco de incomodidad para algunas personas. Pero la comunidad para la que Mateo escribió su Evangelio era una iglesia mixta, compuesta por judíos y gentiles. De ahí el valor de esta historia, para él.
 
Siempre que tratamos de ser exclusivos y concebimos la Iglesia como un club donde solo las personas elegidas pueden entrar y recibir la gracia de Dios, nos cegamos a las maravillas y a la luz que Dios comparte sobre otros que quizás nunca sean parte de la Iglesia. La Iglesia católica, para ser fiel a su fundador, como muchos dicen que es Jesús, siempre debe ser inclusiva. Nosotros, que compartimos el cuerpo de Cristo, tenemos la responsabilidad de extender esa gracia y amor a todos, sin importar quién sea esa persona. Por eso hoy celebramos la revelación de nuestro Dios como un Dios que es para todos, como un Dios que ama a todos, como un Dios que acoge a todos. La historia de los Magos nos enseña que los signos de Dios se vuelven invisibles para aquellos que excluyen a otros, para quienes tratan de monopolizar su gracia.

 

Miércoles 29 Diciembre 2021


En estos días de Navidad son muchos los personajes que aparecen en los relatos alrededor del nacimiento de Jesús en Belén. Los más tradicionales están representados entre las figuras con las que acompañamos al niño Jesús en nuestros Belenes domésticos y públicos: sus padres, los pastores, los magos de Oriente, etc.

El evangelista Mateo nos presenta a dos de ellos en el pasaje que acompaña la fiesta de los Santos Inocentes, insertada en la octava de Navidad. De forma contrapuesta, nos describe en primer lugar la reacción de Herodes, el rey de Judea, ante la noticia del nacimiento de un futuro rey en Belén. Su obsesión por eliminar a cualquier rival potencial, aun de sus descendientes, lo aboca a un acto de violencia feroz, ordenando la muerte de todos los niños menores de dos años en la zona de Belén.

Herodes representa a un individuo cuyo proyecto de vida es él mismo. Le aterra la idea de que, un día, él dejará de ejercer dominio sobre su pequeño reino. Como tantos líderes, antiguos y modernos, en cualquier ámbito social, empresarial o político, está empecinado en lograrse perpetuar a través de sí mismo, o de sus descendientes. Y no duda en recurrir a la violencia destructiva para garantizar su proyecto personal.

Cuanto mayor el Ego, mayor es la violencia que ejerce sobre los demás, y mayor es la frustración y la ansiedad en las que vive encadenada una persona que se dedica obsesivamente a eliminar posibles amenazas presentes o futuras a su alrededor, aun tan absurdas como lo pueda ser un recién nacido de padres humildes, frágil y en todo vulnerable.

El personaje opuesto a Herodes en este relato es el padre de Jesús, José. Dócil ante las indicaciones que recibe en sueños (señalando su abandono confiado en Dios), no tiene un proyecto personal que defender ante nadie, pues su centro son la madre y el hijo que le han sido confiados. Lejos de cualquier sentido de competición, se deja guiar para ir generando un entorno propicio en el que se pueda desarrollar el niño, quien trae dentro de sí la promesa de un futuro mejor.

Desanclado de sí mismo, José transmite paz y alegría en el desempeño de su misión, no exenta de riesgos ni de dificultades, que contrastan vivamente con la angustia y enojo de los que hace gala Herodes, quien aparentemente disfruta de una vida en la que lo tiene todo a su favor. Mientras Herodes vive totalmente centrado en sí mismo, José ha descubierto que el proyecto de su vida son el niño Jesús y su madre.

De forma similar, las personas que han puesto en el centro de sus vidas a los más vulnerables y necesitados, a aquellos que buscan refugio, a los rechazados y amenazados de nuestro mundo, se liberan a su vez de sus miedos y fatigas, pues descubren la paz en medio de su camino y de sus luchas.


 

Viernes 24 Diciembre 2021
 


Hoy celebramos la gran fiesta del nacimiento de Jesús, la fiesta que, en cierto modo, lo cambia todo: la llegada de aquel niño, y la buena noticia que él anunció, marcaron un antes y un después en la historia de la familia humana. Para las personas creyentes, la fiesta de la encarnación significa una profunda transformación de la idea misma de Dios: el Dios altivo y alejado en el que habíamos creído, a veces indiferente, otras vengativo, siempre juez, se nos presenta ahora en este bebé pobre y tembloroso, custodiado únicamente por sus padres, gente humilde y sencilla, y un buey, y una vaca. Y esa nueva identidad de Dios, hecho uno entre nosotros, es, en verdad, un inmenso motivo de alegría.
 
Uno de los textos navideños más entrañables es el que leíamos, en preparación para la fiesta de hoy, en el cuarto domingo de Adviento: la visitación de María, embarazada de Jesús, a Isabel, embarazada de Juan el Bautista. Y ese texto, Lucas subraya precisamente la alegría que provoca la presencia del niño Jesús (en el vientre de su madre) a su alrededor: tanto Isabel como la propia María se llenan de júbilo, y el niño Juan «salta de alegría» en el vientre de Isabel.
 
¿Saltamos de alegría, nosotros, cuando sentimos cercana la presencia de Dios?
 
Vale la pena preguntárnoslo. Porque es curioso observar que, a menudo, la reacción que provoca en nosotros la cercanía con lo sagrado no es la reacción de Juan el Bautista, no es de alegría… sino de temor. O de culpabilidad. O ambas cosas a la vez. ¿Nos podemos imaginar a Isabel diciéndole a María «Cuando tu saludo llegó a mis oídos, la criatura se puso a temblar de miedo en mi vientre»? ¿O bien «Cuando tu saludo llegó a mis oídos, la criatura se puso a golpearse el pecho, diciendo “por mi culpa, por mi culpa”…?» Pues esa parece ser, a veces, nuestra respuesta, cuando sentimos la proximidad de Dios.
 
Se trata, tal vez, de reacciones comprensibles. Lo divino es inabarcable: confrontados con ello nos sentimos pequeños, y, como desde niños nos han enseñado que Dios es un juez severo, entonces su cercanía nos aterra. Y nos parecen, ante su presencia, más obvias nuestras culpas: es lo que le pasó a Pedro, que cuando comprendió quien era Jesús le espetó aquello de «apártate de mí, que soy un pecador» (Lc 5, 8).
 
Y, sin embargo, son reacciones que obedecen a una idea pre-cristiana de Dios, que no tienen en cuenta el Evangelio. El temor y temblor que nos provoca lo sagrado hunde sus raíces en la experiencia de culturas que asociaban a Dios con los fenómenos terribles de la naturaleza, y que desarrollaron la idea de un Dios al que, en todo caso, había que aplacar con nuestros sacrificios. Y todo eso no tiene nada que ver con Jesús y su mensaje; es más, justamente eso es lo que Jesús vino a desmantelar, con su buena noticia de que Dios es un padre misericordioso, enamorado de nosotros.
 
Comprender a fondo la Navidad es comprender que el Dios en el que creemos los cristianos siempre debería ser, para nosotros, motivo de alegría. Porque la Navidad significa que Dios no es juez, sino hermano, que no viene a condenarnos, sino a caminar con nosotros, que no nos mira con desdén, sino con ternura, que no debemos aplacarlo, sino agradecerle su bondad.
 
La cuestión que deberíamos entonces plantearnos los cristianos es si con nuestra conducta y actitudes ayudamos a comunicar que la cercanía de Dios es consuelo, y razón para la dicha… o no. Porque es indudable que a veces, con nuestra severidad, con nuestras actitudes rigoristas, incluso con nuestra amargura, lo que hacemos es perpetuar la idea (pre-cristiana i antievangélica) de que, ante Dios, lo más lógico es asustarnos. Cuando, en realidad, lo más natural sería reaccionar como Juan el Bautista: saltando de alegría.
 
¡Una feliz y alegre Navidad para todas y todos!

 

Sábado 20 Noviembre 2021
 


Este fin de semana celebramos a Cristo Rey y con esta solemnidad llegamos al final de nuestro año litúrgico. Siempre me he preguntado sobre el significado de esta celebración a la luz de un pasaje de Juan 6, 15: “Cuando Jesús se dio cuenta de que iban a venir y tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte él solo". En este pasaje, después de alimentar a cinco mil personas (Juan 6, 1-14), Jesús se resiste a ser visto como un rey. ¿Por qué? ¿Quizás no era el momento adecuado para hacerse rey? ¿O podría ser debido a la motivación detrás de la multitud para convertirlo en rey? Creo que se debe a la motivación de la multitud. ¡¿Quién no quiere un rey que puede multiplicar el pan?! Jesús, por supuesto, está dispuesto a alimentar a los hambrientos, pero si Jesús siempre hace el milagro, podríamos olvidar que, a través de la generosidad, renunciando a nuestros propios intereses, también podemos alimentar a los hambrientos. Es más fácil tener un rey que resuelva nuestros problemas. Es más difícil trabajar en esos problemas nosotros mismos, especialmente cuando debemos renunciar a nuestros propios bienes y esfuerzos.
 
También creo que Jesús se mostró reacio a ser visto como rey debido a las connotaciones políticas y elitistas que lo acompañan. Un rey es sociológicamente un miembro superior en la sociedad. Esta idea contrasta fuertemente con un Dios que se convirtió en uno de nosotros y adoptó nuestra humilde naturaleza humana.

De hecho, la Biblia hebrea refuta cualquier actitud elitista que pueda haber como rey de Israel. El libro de Deuteronomio no solo contiene la única ley impuesta a los reyes en esos tiempos, sino que también establece que ningún rey de Israel debe "exaltarse a sí mismo por encima de los demás miembros de la comunidad" (Deut 17, 20). Además, la idea de que Jesús sea un rey, separado de nosotros, es menos desafiante que verlo como igual a nosotros, alguien a quien seguir e imitar. No dudo que el título de rey sea apropiado para Jesús, ya que él es nuestro Dios, el único que debe ser alabado. Solo espero que la idea de su realeza no nos quite la responsabilidad que tenemos de imitarlo en su humanidad y no nos haga espectadores pasivos que solo piden favores. Su realeza es propia de los elogios que se le deben, no para considerarlo un monarca inalcanzable, cuyo único trabajo es otorgar favores a su pueblo.


 

Lunes 8 Noviembre 2021
 


Hace tres fines de semana, en las eucaristías correspondientes al Trigésimo Domingo del tiempo ordinario (ciclo B), leímos el pasaje del Evangelio de Marcos que nos narra la curación del ciego Bartimeo (Mc 10, 46-52). No queremos hacer aquí una interpretación exhaustiva del episodio, sino fijarnos tan solo en un detalle muy concreto: cuando algunos de los que andan con Jesús animan al mendigo ciego a levantarse, porque el Maestro lo está llamando, él, nos dice el texto, «soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús». Todos sabemos lo que ocurre después: Jesús le pregunta qué quiere, Bartimeo responde que desea volver a ver, Jesús le dice «Anda, tu fe te ha curado», y Bartimeo recobra la vista y empieza a seguir a Jesús por el camino (completando así su conversión, pues al iniciar el relato estaba sentado «al borde del camino», o sea, al margen, allá donde, si recordamos la parábola del sembrador, cayó la primera semilla, que no dio fruto).

El detalle en el que nos queremos fijar es la precisión que nos ofrece Marcos que hemos resaltado en cursiva: antes de levantarse para ir al encuentro de Jesús, el ciego soltó el manto. ¿Qué representa este manto?

Lo más probable es que, en la mente del evangelista, el manto simbolice la identidad vieja de Bartimeo (aquella que lo mantenía en la ceguera, por haberlo situado al borde del camino) a la que él debía renunciar para poder seguir a Jesús con toda libertad. O tal vez Marcos quiere que pensemos en aquel manto que Elías echó encima de Eliseo (1 R 19, 19), representando la autoridad del profeta, que traspasaba a su discípulo: el gesto de Bartimeo, de deshacerse del manto, significaría entonces la renuncia a una posición de poder a la que él, hasta entonces, estaría aferrado.

Queremos, sin embargo, probar otra interpretación que nos ha sugerido la lectura del pasaje.

Bartimeo es un mendigo, un indigente, y para ir al encuentro de Jesús se deshace de su única posesión. El manto, en efecto, era todo lo que tenía aquel desdichado para protegerse del frío, de la lluvia, de la intemperie. Visto así, el manto de Bartimeo se nos aparece como el símbolo de aquellas mínimas y precarias posesiones que tienen los pobres. Representa el bienestar rudimentario que nuestra sociedad regala los más pobres… para, así, tenerlos callados.

Nuestro mundo capitalista, tan orientado hacia la acumulación constante de riquezas, permite que los más pobres tengan un espejismo de patrimonio. Si, en nuestras sociedades cada vez más desiguales, vastos números de gente no poseyeran absolutamente nada, y se estuviesen muriendo literalmente de hambre, habría un estallido social y una revolución cada día. Para evitarlo, el sistema económico en que estamos inmersos tolera que los más desafortunados tengan algo: en los hogares más pobres y vulnerables de los barrios más periféricos de una gran urbe latinoamericana como pueden ser Bogotá o México (por poner un ejemplo) hay un televisor, así sea viejo; y la gente tiene un teléfono celular, aunque la pantalla esté rallada, o medio rota, o el aparato se descargue a cada instante porque la pila ya está muy gastada; y hay una nevera, y en la nevera hay comida, así sea de poca calidad, y no muy sana. Este televisor destartalado, este teléfono con la pantalla partida y esta comida enlatada y poco saludable son el manto con el que hoy millones de bartimeos siguen protegiéndose de la intemperie. Migajas que el sistema injusto les permite disfrutar, con tal de que, a cambio, no molesten demasiado.

El gesto del Bartimeo del Evangelio, deshaciéndose de su manto, revela entonces a la persona despierta, aquella que abre los ojos y se da cuenta de la vida infinitamente más plena de la que podría gozar al lado de Jesús, y se da cuenta de las migajas con las que le han querido adormecer la consciencia. Una vez camine al lado Jesús, recobrada ya la vista, habrá adquirido un sentido mucho más hondo de su propia valía. Habrá entendido que la fe exige justicia. Habrá comprendido que, desde los ojos de Dios, todos tenemos derecho a un bienestar real, no solo aparente. Bartimeo, en definitiva, echa el manto a un lado porque ahora es consciente de su propia dignidad.


 

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