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Viernes 30 Junio 2023

Seguimos con nuestro comentario de las Bienaventuranzas del Evangelio de Mateo, al que dimos inicio hace unas semanas. Hoy nos detenemos en la segunda, que ahonda en el carácter paradójico del camino de Jesús hacia la felicidad.



Monumento a Fray Antonio de Montesinos, en Santo Domingo: alguien que se conmovió
con el dolor de sus hermanos.
 
«Felices los que sufren, porque serán consolados» (Mt 5,4)
 
¿En qué sentido debemos entender esta afirmación, que aparentemente es un contrasentido absoluto? ¿Cómo puede tener el sufrimiento la llave que abra la puerta de la felicidad? ¿Cómo pueden ser felices los afligidos o los que lloran, según rezan otras traducciones habituales de este versículo al castellano?
 
También aquí es preciso empezar aclarando que sería muy posible llevar a cabo una lectura errónea de esta bienaventuranza, según la cual Jesús estaría glorificando y elogiando el sufrimiento en sí mismo. Alguien podría, entonces, ampararse en este versículo para afirmar que las angustias y las amarguras son buenas, y que, por lo tanto, los cristianos deben desear y buscar proactivamente sus tormentos. Y no es así: Jesús dedicó su vida a aliviar el dolor de los demás, curando enfermos, alimentando a hambrientos, devolviendo la vista a ciegos, y denunciando a los que, con su egoísmo, hacían sufrir a los más débiles… el cristianismo no es una religión masoquista.
 
Y tampoco encaja con el espíritu y el pensamiento de Jesús la posibilidad de que, en esta bienaventuranza, nos esté diciendo que es necesario sufrir aquí, en esta tierra, para después, ser consolados en la otra vida. Afirmar algo como «pásenlo mal en el este mundo, porque de ese modo en el cielo recibirán consuelo» implicaría la imagen de un Dios cruel, que necesita ver primero nuestras lágrimas para, después, abrirle las puertas a quien se haya ganado el cielo a base de padecimientos. No pueden ir por ahí los tiros, cuando, en primer lugar, Jesús nunca abominó de este mundo presente (al contrario, afirmó que «el Reino de Dios ya está entre ustedes», en Lc 17,21) y, en segundo lugar, nos habló de que su Padre, pura misericordia, siempre está deseoso de acogernos, de abrirnos de par en par las puertas de su casa, en la que hay sitio para todo el mundo (Jn 14,2): el cielo no «se gana» a base de tribulaciones.
 
¿Cómo debemos entender, entonces, esta segunda bienaventuranza? Tal vez en el sentido de que en esta vida solo serán verdaderamente felices quienes no sean indiferentes; los que luchen para que no se les endurezca el corazón; los que siempre mantengan viva la capacidad para conmoverse.
 
Ciertamente, si tu corazón es de piedra no sufres, ni lloras nunca: pero tu vida es, entonces, inhumana y vacía. Mejor pasarlo mal porque tienes entrañas de humanidad (que se conmueven ante el dolor de los hermanos), que vivir protegido por una armadura de indiferencia que, sí, te evita el sufrimiento, pero también te impide amar.
 
Los que lloran y los afligidos son los que caminan por el mundo sin armaduras, con la empatía a flor de piel. Al final, esta capacidad por llorar con el que llora nos regalará la certeza (el consuelo) de que no perdimos el tiempo ni desperdiciamos nuestra vida. Lo cual, ciertamente, nos hará dichosos.
 
En esta segunda bienaventuranza Jesús nos previene en contra de la apatía. Es una advertencia más necesaria que nunca, porque hoy, avasallados como estamos por una catarata constante de noticias, muy a menudo trágicas, sería fácil caer en la insensibilidad. Leemos o escuchamos que un marido celoso mató a su mujer, que otra vez se hundió un barco lleno de inmigrantes frente a las costas europeas, que hubo más muertes inocentes en Ucrania, en el Yemen o en el Congo, que en Haití otra tormenta ha dejado el país devastado, que en Irán han ejecutado a alguien que clamaba por la libertad o que en Uganda un homosexual ha sido encarcelado, solo por serlo… y nos encogemos de hombros, sin dar mayor importancia a lo que acabamos de leer o escuchar, y seguimos sorbiendo tranquilamente nuestro café con leche del desayuno, con la mente puesta en otra cosa. Eso sí es infelicidad.


 

Miércoles 21 Junio 2023
 


En la impagable parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37) descubrimos dos urgencias en conflicto. En efecto, el encuentro con el hombre malherido junto al camino confronta a cada uno de los tres personajes que bajan de Jerusalén a Jericó con un dilema: ¿qué urgencia pesa más? ¿La que ellos tienen, de llegar a sus destinos cuanto antes, o la del desconocido que se desangra ante a sus ojos? Los dos primeros, el sacerdote y el levita, deciden (cínicamente) que su urgencia es, por así decirlo, más urgente que la del otro. El samaritano comprende que por mucha prisa que lleve y por muy importante que sea para él llegar adonde se dirige y hacer lo que tenía previsto, ahora la urgencia de atender al desdichado que acaba de encontrarse es prioritaria.
 
También nosotros vivimos el día a día dominados por mil y una urgencias: tenemos que terminar tal o cual proyecto personal o profesional, llegar a la hora a una reunión, acabar unas cuentas, programar la salida del fin de semana, hacer la compra, responder a correos que se nos acumulan en la bandeja, devolver mensajes, llamadas…
 
Y también nosotros, como los tres personajes de la historia, de pronto nos encontramos con hermanos malheridos derrumbados en la cuneta de nuestras biografías: personas que están pasando por una crisis personal, enfermos, gente golpeada por la pobreza y la injusticia, por la angustia o la depresión, por el desamor…
 
Y entonces debemos preguntarnos qué es más urgente: aquello a lo que habíamos pensado dedicar el día, o tratar de hacer lo que esté en nuestra mano para aliviar el dolor de estos hermanos.
 
A menudo, una mirada honesta y compasiva al sufrimiento ajeno pone en perspectiva, y relativiza, nuestras urgencias. No es que de pronto descubramos que eran insignificantes o imaginarias, pero sí que, ante el drama de otras personas, pueden esperar. Y que tal vez no eran tan graves.
 
El buen samaritano, con su capacidad por cambiar sus planes y prestar atención inmediata al malherido, nos muestra el camino de la flexibilidad mental, que es condición y antesala de la misericordia. Dicho de otra manera: con su decisión de posponer sus objetivos para hacerse prójimo de aquel desconocido, el samaritano nos enseña que la rigidez y la inflexibilidad son a menudo un impedimento para que en el mundo florezcan la caridad y la ternura. Las crisis de los demás no pueden programarse: surgen imprevistamente, cuando menos lo esperábamos, como un hombre golpeado en la cuneta de nuestro camino. Solo seremos capaces de darles respuesta si estamos dispuestos a aplazar, una y otra vez, nuestras urgencias.


 

Jueves 4 Mayo 2023

En las próximas semanas y meses iremos publicando breves entradas en este blog comentando, una por una, las Bienaventuranzas del Evangelio de Mateo. Lo haremos sin ningún ánimo de erudición académica, simplemente reaccionando con atención a lo que propone Jesús, tratando de aplicarlo a nuestra vida diaria.




Preámbulo
 
Las Bienaventuranzas que nos regala el Evangelio de Mateo (Mt 5, 1-12) son un texto fundamental de la fe cristiana, y una de las páginas más bellas del Nuevo Testamento. En ellas, Jesús resume de forma magistral su estilo de vida, el estilo de vida que invita a sus seguidores a poner en práctica.
 
El primer gran acierto de las Bienaventuranzas es que en ellas Jesús rehúye el lenguaje moral, o moralista, y no habla del deber de sus seguidores, de aquello que ellos y ellas están obligados a llevar a cabo para ser considerados personas rectas. Y mucho menos prohíbe nada (en la línea de los diez mandamientos del Antiguo Testamento). El uso de órdenes y prohibiciones hubiese convertido las Bienaventuranzas en tu texto legalista y frío, en un nuevo decálogo: tal vez útil y sabio, pero no necesariamente atractivo ni ilusionante. En vez de optar por el lenguaje de la ley, Jesús describe su estilo de vida subrayando lo que, en el fondo, es: un camino hacia la felicidad. Dichosos los que hagan todo esto que les digo, afirma. Dichosos. Y, al expresarse en clave de felicidad, toca una fibra íntima en todo aquel que le escucha. Porque, ¿quién no quiere ser feliz? Asegurando que lo que propone es un itinerario hacia la dicha, Jesús hace que su mensaje llegue a cualquier ser humano, de cualquier época y cultura, apelando a uno de los deseos más universales que existen.
 
Lo que entonces ocurre, por supuesto, es que cuando empezamos a leer nos encontramos con que este camino de Jesús hacia la felicidad es muy paradójico. Enseguida nos damos cuenta de que se trata de un camino sorprendente, audaz, alejado de las fórmulas convencionales en las que nosotros pensaríamos instintivamente si se nos preguntara cómo lograr la dicha. La propuesta de Jesús constituye un camino alternativo, incluso opuesto, al camino que solemos imaginar, desde nuestras categorías y con nuestras luces, cuando meditamos sobre lo que requiere la obtención de la felicidad. Este carácter paradójico de la propuesta de Jesús se pone de manifiesto ya desde la primera bienaventuranza.
 
«Felices los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»
 
He aquí una afirmación que, mal entendida, se presta a una peligrosa demagogia: alguien sin demasiados escrúpulos podría ampararse en esta primera bienaventuranza para elogiar la pobreza material, y podría terminar diciendo que la miseria santifica y que pasar hambre hace feliz a la persona, algo que cualquier hambriento desmentiría con los ojos cerrados. No: Jesús (que, en la línea de todos los profetas del Antiguo Testamento, denunció la desigualdad económica y el abuso de ricos y poderosos sobre el pueblo explotado) no está alabando la miseria (porque no hay nada elogiable en ella).
 
Lo que Jesús dice, cuando afirma que serán dichosos los pobres en el espíritu, es, en primer lugar, que será feliz aquella persona que en su interior, en lo más hondo de sí misma, se sienta pobre, es decir, necesitada de los demás, y de Dios. Esta primera bienaventuranza es fundamentalmente un aviso muy serio en contra de la autosuficiencia. La arrogancia de quien se cree rico, en el sentido de no precisar nada de nadie, es un camino seguro hacia la amargura, por el sencillo hecho de que es mentira: todos necesitamos a los demás, y cuanto antes lo reconozcamos, mejor.
 
«Porque de ellos es el reino de los cielos». Claro: solamente personas conscientes de su fragilidad, de su vulnerabilidad, de necesitar el apoyo, el calor, la ternura, el consuelo, la compañía y la amistad de los demás podrán vivir en el reino de Dios, el “lugar” donde reinan los valores del evangelio. Los prepotentes y pagados de sí mismos, los narcisistas incapaces de reconocer que otras personas pueden enseñarles algo útil, los que ven a la otra gente como una carga y no como una riqueza, no sabrán (no podrán) vivir en un reino fundado en la fraternidad.
 
Y sí, esta bienaventuranza también tiene una dimensión económica. Porque es lógico pensar que los pobres en el espíritu también son quienes han hecho una opción por un estilo de vida sobrio. Han entendido que, en la vida, la verdadera riqueza son los demás, las amistades que podamos forjar con ellos… y, entonces, han relativizado la importancia de todo lo material. Han comprendido que se puede vivir con menos, han captado el peligro de idolatrar al dinero, y en consecuencia practican una sana austeridad, la austeridad responsable de quien entiende que los recursos del mundo son limitados, y que, en nuestra aldea global, el lujo de unos cuantos se paga con la miseria de la mayoría.


 

Domingo 9 Abril 2023
 


Hace muchos años durante un funeral en las calles de Sabana Yegua (República Dominicana), la hija del difunto me confrontó en medio de mi homilía con las siguientes palabras: «Yo tengo miedo por mi papá. ¿Y usted, de verdad se cree eso?». Cabe decir que durante la homilía intentaba consolar a la familia hablando sobre la esencia de nuestra fe: la Resurrección. Les decía que por fe creemos que Jesús, después de su muerte, resucitó y, en su resurrección, destruyó la muerte y nos dio vida eterna. Todos los bautizados en Cristo disfrutamos de dicha Gracia. Ese día fue la primera vez que me enfrenté con la pregunta: ¿y por qué creer en la resurrección?
 
Para poder responder a esta pregunta debemos empezar por reflexionar acerca de los sentimientos que el grupo de seguidores de Jesús experimentó después de la trágica muerte de su maestro en la cruz. La crucifixión del Viernes Santo fue un evento devastador que fulminó las esperanzas de los que caminaban con Jesús, y la condena de Jesús los dispersó (Mt 26, 56). Las horas posteriores a la cruz tuvieron que ser angustiantes. Sin saber qué iba a pasar, sin saber qué se podría hacer, sin saber qué pensar. Los momentos antes de la resurrección fueron momentos de miedo y angustia. ¿Se cumpliría, la promesa de Jesús? La ansiedad y desespero estaban a flor de piel. Muchos de nosotros a veces vamos por la vida con ansiedad y angustia porque no sabemos bien qué nos deparará el futuro y dicha incertidumbre nos da miedo.
 
El evangelio de Mateo nos narra el momento determinante en el que Jesús es revelado como un hombre nuevo a las mujeres (Mt 28, 1-10). Estas dos mujeres, en su angustiosa espera y dolor, van al sepulcro movidas por la esperanza de confirmar la promesa del Señor. Quieren respuestas a sus dudas. Quieren comprobar que no todo está perdido. Quieren ver el sepulcro. Una vez allí, el ángel las anima a no temer. El poder de las palabras del ángel les infunde esperanza. En ese momento de dolor, de perdida, de desespero, de miedo, lo primero que oyen es un «no temáis» seguido por la noticia de que Jesús está vivo y va rumbo a Galilea. Rumbo al lugar donde todo comenzó y donde las cosas fueron más caseras, amigables, familiares y bonitas. Galilea, tierra lejana a las maquinaciones de la institución religiosa de Jerusalén. Galilea, donde todo era compartido al aire libre. Nada a las escondidas, como la última semana en Jerusalén. «No temáis» son palabras que animan.
 
Las mujeres reaccionan corriendo y llenas de alegría, impresionadas por lo que acaban de ver y escuchar. En ese instante confirman la promesa de Jesús: su Resurrección. No hay tiempo que perder, hay que anunciar la buena noticia. Las buenas noticias se llevan a toda prisa. Una vez ellas salen corriendo con ganas de compartir con los demás la resurrección de Jesús, se encuentran con Jesús mismo y las palabras del maestro son «no temáis». Y una vez más, el anuncio de encontrarse en Galilea. La resurrección destruye el miedo. Creer en la resurrección nos da valor para no temer y tener plena confianza en la vida. Y esa certeza nos llena de alegría y gozo.
 
Me hubiese gustado responder a la joven que me expresó su miedo con las palabras del Señor: «no temas». Me hubiese gustado haber transmitido la confianza que el ángel confirió a las mujeres que, entonces, corrieron a toda prisa y con gozo a anunciar al resucitado. La verdad fue que solo respondí «yo sí, me lo creo plenamente». Si la volviera a ver, añadiría: «Me lo creo plenamente porque la Resurrección me da valor para vivir la vida sin miedos y confiar plenamente en la promesa del Señor de una vida plena en alegría».


 

Viernes 7 Abril 2023
 

 
Cuando leemos la pasión en los cuatro evangelios, podemos ver que hay ligeras variaciones sobre las personas presentes en la crucifixión y sepultura de Jesús. Curiosamente, de todos los seguidores de Jesús que se mencionan en los evangelios, hay dos personas que siempre están presentes en los cuatro relatos: María Magdalena y José de Arimatea (quizás tres con María la madre de Santiago y José, ver Mateo 27,55-28,1; Marcos 15,40-16,8; Lucas 23,49-24,12; Juan 19:25-20:1). Este año el Domingo de Ramos y el Viernes Santo leemos según Mateo y Juan que José de Arimatea, fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús, de quien José era discípulo. Luego enterró a Jesús en una tumba excavada en la roca (Mateo 27,57-61; Juan 19,38-42). Al asegurarse de que el cuerpo de Jesús fuera debidamente enterrado después de la crucifixión, José de Arimatea se convierte en un personaje clave en la narración de la pasión. Marcos y Lucas agregan más información sobre José, señalando que era miembro del Sanedrín (Marcos 15,42-47), que era un hombre justo y que José mismo bajó a Jesús de la cruz (Lucas 23,50-56).
 
La petición de José de enterrar a un hombre crucificado y el consecuente visto bueno de Pilato son, si no problemáticos, elementos sorprendentes tanto desde el punto de vista narrativo como histórico. En cuanto a la historicidad, se ha señalado que la vergüenza de la crucifixión romana incluía la negación de un entierro digno. Los romanos preferían que los cadáveres se descompusieran en las cruces (Esta información se puede encontrar en cualquier comentario moderno sobre los Evangelios, siendo mi favorito el escrito por Craig S. Keener sobre el Evangelio de Juan en 2003). Desde un punto de vista judío, la petición de enterrar a Jesús es razonable, dado el mandato de Deuteronomio 21,22-23 de que ningún cadáver debe pasar la noche sin ser enterrado por el riesgo de profanar la nación.
 
Además, la repentina intervención de José de Arimatea y su rápida desaparición de la narración, hace notable este personaje. Un hombre que no ha sido mencionado antes en absoluto toma el lugar central para enterrar a Jesús y asegurar que la profecía de la resurrección pueda tener lugar. No es Pedro, ni Juan, ni ningún otro discípulo quien asume esta parte esencial de la pasión de Jesús. Los cuatro evangelios mencionan a José y en los cuatro aparece inesperadamente para cumplir con este importante deber. Y después del entierro, nunca se vuelve a mencionar a José de Arimatea.
 
Las acciones de José de Arimatea me hicieron pensar en otro José que después de cumplir una parte importante en la vida de Jesús desaparece y nunca más es mencionado en los evangelios: José de Nazaret. Al igual que el hombre de Arimatea, José de Nazaret está allí para ayudar a realizar las profecías de que Jesús será llamado Hijo de David (Lucas 1,32), que el Mesías nacerá en Belén (Lucas 2,4-5; Mateo 2,5-6), y que de Egipto fue llamado (Mateo 2,14-15). José de Nazaret se casó con una mujer embarazada antes de vivir juntos, pero ya legalmente comprometidos y así desafió una ley que exige denunciar públicamente a María (ver Lev 20,10; Deut 24,1). Sin embargo, después de jugar este papel fundamental en la vida de Jesús, no leemos más sobre él en los evangelios.
 
Tanto José de Nazaret como el hombre de Arimatea van y vienen en un momento crucial de la vida de Jesús; justo cuando Jesús más los necesitaba. Había un José para colocar a Jesús en el pesebre y un José para colocarlo en la tumba. Ambos, el carpintero y el miembro del Sanedrín actúan contra viento y marea para asegurar episodios críticos en la vida de Jesús. Esta idea se vuelve aún más atractiva resaltando la etimología y la raíz hebrea del nombre José: Que Dios añada, o que Dios dé/aumente. No puedo dejar de ver el nombre de José operando en relación con lo que ambos hombres de Nazaret y Arimatea hicieron por Jesús. En los momentos en que Jesús era más vulnerable, el nacimiento y la muerte, Dios añadió y proveyó a estos dos hombres para que fueran apoyo de Jesús. Estos detalles crean un "patrón literario José" en los evangelios canónicos donde ambos son llamados justos y realizan actos verdaderamente virtuosos para el más vulnerable en ese momento.
 
Las preguntas para reflexionar son ¿cómo podemos ser como estos Josés para otras personas? ¿Estamos dispuestos a estar ahí para los más vulnerables para ayudarlos, nutrirlos y proveer para ellos? ¿Estamos dispuestos a ser Josés que no necesitan estar todo el tiempo en el centro de las historias de las personas para ayudarlas en silencio?


 

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