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Martes 28 Mayo 2024
 

Denny Jacob con su familia, minutos después de la ordenación


El pasado 18 de mayo nueve jóvenes fueron ordenados sacerdotes en la catedral de Milwaukee, Wisconsin (EE. UU.). Entre ellos había un miembro de la Comunidad de San Pablo: Denny Jacob, natural de la India, que después de un largo proceso formativo con nuestra Comunidad (primero en la República Dominicana y después en los EE. UU.) culminó ese día su preparación para el ministerio presbiteral.

Sus padres y los miembros de la CSP pudimos acompañarlo en su ordenación, orando para que Dios le conceda muchos años de fructífera vida pastoral. Sabemos que para Denny y sus compañeros de ordenación ahora empieza un camino lleno de alegrías y también, por qué negarlo, de dificultades: un camino a la vez hermoso y exigente, marcado, siempre, por el deseo de servir a los más necesitados. ¡Felicidades a los nuevos ordenados!


 

Martes 14 Mayo 2024
 
Ruinas de la antigua ciudad de Filipos

Durante todo el tiempo de Pascua, que concluiremos este próximo domingo con la gran fiesta de Pentecostés, hemos estado leyendo en las Eucaristías el libro de los Hechos de los Apóstoles. Cada año, al hacer este ejercicio de lectura continuada del segundo volumen de la obra de Lucas, uno se asombra ante la profundidad, la riqueza narrativa y la sabiduría de este relato. Hoy simplemente quisiera fijarme en una escena que encontramos en el capítulo 16: la conversión del carcelero de Filipos.
 
Recordemos el episodio: Pablo y Silas se encuentran en el norte de Grecia, en la ciudad de Filipos, «la principal colonia romana del distrito de Macedonia» (16,12). Allí Pablo libera de un espíritu maligno a una esclava que, con sus dotes de adivinación, hasta ese momento procuraba grandes ganancias a sus señores. Estos, «al ver que se les iba toda esperanza de ganar dinero» (16,19) acusan a Pablo y a Silas de ser unos alborotadores. En consecuencia, los magistrados ordenan que los dos hebreos sean apaleados. Les quitan la ropa y los muelen a palos. Después los meten en la cárcel, ordenando al carcelero que los vigile bien.
 
Por la noche, un terremoto sacude los cimientos de la prisión, cuyas puertas se abren de par en par. El carcelero lo ve, asume que los presos han aprovechado la ocasión para huir y ya está a punto de suicidarse cuando Pablo, desde su celda, le avisa de que nadie ha escapado. El hombre, estupefacto, se echa a los pies de Pablo y de Silas y les pregunta qué debe hacer para salvarse. Ellos le exponen el Evangelio. Acto seguido (y ahí es donde queríamos llegar), el carcelero se los lleva consigo, les lava las heridas y se hace bautizar junto con su familia (16,33). Antes de bautizarse, lava las heridas de Pablo y de Silas. Son las mismas heridas, fruto de la paliza que ellos recibieron antes de entrar en la cárcel, que el carcelero ignoró cuando horas antes los encerró sin contemplaciones. Aquellas heridas a las que entonces no dio la menor importancia, ahora le conmueven. Es más: ahora son una urgencia. Lo primero es lavar las heridas; después, bautizarse.
 
La mirada del carcelero hacia las heridas de Pablo y Silas no es un asunto menor. Lo que antes de su cambio de corazón era invisible (las magulladuras, los moratones, la carne abierta, la sangre), después se convierte en algo prioritario. Tal vez este buen hombre (dedicado a una profesión tan dura y deshumanizante como la de encerrar y vigilar a malhechores), dibuje con su proceso vital un itinerario en el que todos podemos vernos reflejados. También es un itinerario que establece un criterio infalible para evaluar nuestro grado de comprensión del Evangelio. Porque seguramente todos podemos reconocernos en el carcelero, cuando pensamos en aquellas veces en que las heridas de otras personas nos dejaron (o nos dejan) indiferentes. Todos podemos pensar en momentos en que Dios se nos manifestó precisamente a través de personas heridas. Y quizá podamos recordar con alegría aquellos momentos en que las heridas de los demás nos conmovieron, y quisimos hacer algo para contribuir a cerrarlas.
 
Y en el proceso del carcelero descubrimos el criterio fundamental que distingue a una persona alejada del Evangelio de la persona que quiere vivirlo: la primera es indiferente ante las heridas de los demás. La segunda, en cambio, se lanza a la tarea de aliviar el dolor del otro. El carcelero ya convertido, deseoso de seguir a Jesús, no cae de rodillas, arrebatado de piedad, y alaba a Dios con los ojos entrecerrados, ni corre al templo o ofrecer un sacrificio, ni se pierde en discursos altisonantes acerca de la fe: se arremanga y limpia las heridas de sus hermanos.
 
La medida en que las heridas de los demás nos conmuevan o nos dejen indiferentes siempre indicará, con sorprendente precisión, la calidad de nuestra fe.


 

Jueves 9 Mayo 2024

Este próximo domingo se celebra en muchos países el Día de la Madre. En este contexto, ofrecemos la siguiente reflexión.

 

No soy madre, pero sé cuánta presión ejercemos sobre las madres, cuando las solemos señalar por los éxitos y, sobre todo, los fracasos de sus hijos e hijas. El amor de una madre es instintivo, lo que no significa necesariamente que provenga del corazón, sino todo lo contrario, está arraigado y en cierto modo impuesto por sus genes. El amor de una madre, incluidas, por supuesto, las que adoptan, difícilmente se elige. Es la certeza de sentirse plenamente responsables por sus hijos, independientemente de sus acciones. Las madres no siempre son modelos de bondad y ternura, pero a menos que se lo impidan alguna condición física o mental, las madres aceptan las alegrías, el sufrimiento y los dolores de sus hijos como si fueran propios.

En las guerras y conflictos que vivimos hoy en día, pensar en las madres me ayuda a tener una perspectiva más allá de las opiniones ideológicas o políticas.

Pienso en el sufrimiento de las madres ucranianas al ver a sus hijos e hijas ser enviados a la guerra para defender su tierra, y (enfático "y" aquí), pienso en las madres de los soldados rusos que también son enviados a matar o a morir en una guerra que tal vez no entiendan del todo.

Y pienso en las madres de los asesinados o retenidos como rehenes por Hamas solo porque estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado, y me aflijo igualmente por las madres de todos los palestinos asesinados en la ola de violencia (muchos de los cuales eran madres).

Me niego a dar sentido a explicaciones sobre cálculos políticos, motivaciones nacionalistas, legitimidades históricas, y me niego a racionalizar sobre males menores o respuestas proporcionadas. Elijo detenerme a pensar en el sufrimiento de todas las madres (y de los padres, y de las hermanas, hermanos, abuelos...).

Es más complejo que tomar partido, pero más humano, menos analgésico, pero más empático. Siento por igual el dolor de todas las madres, rusas, ucranianas, israelíes y palestinas. Por supuesto, tengo una opinión sobre algunos de estos conflictos. Pero mis razones, mi visión ideológica, mi posición política (que sin duda tengo) no me harán sentir que la muerte de un ser humano, la muerte de la madre o el padre de alguien, es políticamente necesaria o moralmente merecida o justificada.

No importa de qué lado estés, no importa cuál sea tu persuasión ideológica y qué razones tengas para ello; Si no logramos sentir el sufrimiento de una madre en Ucrania, en Rusia, en Israel, en Palestina, o de cualquier madre y padre que pierden a sus hijos, si no logramos empatizar con ellas, si, de hecho, no logramos empatizar con cualquier dolor y sufrimiento, nuestra humanidad se habrá rendido y sucumbido al mundo de las ideas y la política. Así, habremos convertido nuestros corazones en corazones en piedras.


 

Domingo 31 Marzo 2024
 


¡Feliz Pascua de Resurrección! Inicia hoy el tiempo litúrgico más dilatado del año, 50 días para darnos la oportunidad de saborear e ir asumiendo lo que acabamos de celebrar. Jesús, vivo y presente entre nosotros, es el motivo de nuestra alegría; de lo contrario, vana sería nuestra fe.

En este tiempo de Pascua celebramos la gran fiesta del Amor de Dios, que nos ha sido regalado sin mérito alguno, como describe con claridad el Evangelio de Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único” (Juan 3, 16). Reconocemos, como nos indica la liturgia, lo que Dios ha hecho por nosotros, por puro amor, al ofrecernos en su Hijo la salvación frente a la misma muerte. La Pascua es una fiesta porque celebramos el regalo de la vida que ha partido de la iniciativa de Dios, y que ninguno de nosotros hemos merecido ni ganado.

Nuestra actitud principal del tiempo de Pascua y, por ende, de la vida cristiana, tiene que ser la gratitud: ser y vivir agradecidos es la virtud que tiene que definir las vidas señaladas por la fe cristiana, pues, a partir de la experiencia de la Pascua, reconocemos que toda vida es un don. Esa es la esencia de nuestra fe, como indica el pregón pascual: “¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados? ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad!”

En este tiempo, de forma singular, celebramos el amor de Dios en nuestras vidas. Es pertinente preguntarnos si la vivencia de nuestra fe refleja esta gratitud por el don recibido, o más bien, en ocasiones, cae de nuevo en una práctica religiosa que busca agradar a Dios mediante el culto, el ejercicio de obras de piedad o de disciplina para demostrarle nuestro amor. No es propio de una fe anclada de la Pascua querer “ganar” el amor de Dios, pues la redención solamente se puede entender desde la donación gratuita del amor divino, y la única forma de corresponder a ese don es la gratitud, la verdadera virtud pascual de la vida cristiana.


 

Viernes 29 Marzo 2024
 


En la narración de la Pasión, Jesús muestra su radical vulnerabilidad. Es crucificado como un criminal abandonado por sus discípulos, en dolor y agonía, ridiculizado por los romanos, rechazado por los judíos.

Jesús se muestra tan vulnerable e impotente que llega a exasperar. Tenemos la sensación de que Jesús podría haber hecho más para evitar tal dolor. Se burlan de él, lo ridiculizan, lo traicionan, lo niegan, lo humillan, lo torturan y lo criminalizan y, sin embargo, no hace nada para evitarlo. Incluso en sus últimos momentos, cuando la tortura es insoportable, no muestra ningún indicio de que vaya a utilizar un as escondido bajo la manga (o un superpoder) para pulverizar a sus enemigos (tal vez hayamos visto demasiadas películas de Hollywood). De hecho, incluso durante su resurrección, Jesús no parece preocuparse por remediar la injusticia de la cruz, ni por vengarse de aquellos que le hicieron daño. En la Cruz, Jesús queda herido física, social y psicológicamente, de todas las formas posibles, pero allí está, mostrando su debilidad como si hubiera elegido el camino de la vulnerabilidad.

Hay una paradoja en la Cruz. Por un lado, cuanto más vulnerables somos, o queremos ser, más fácil es que nos hagan daño. La vulnerabilidad nos expone como Jesús fue expuesto públicamente en la Cruz. Podemos convertirnos en blanco fácil de chismes, injurias, prejuicios y castigado al ostracismo. Pero al mismo tiempo la vulnerabilidad nos hace libres. Jesús era un hombre libre porque no tenía intención de negociar acuerdos de poder con judíos o romanos. Jesús no tuvo que fingir, literalmente no tenía nada que perder. Eligió no llevar la carga (ni las cadenas) de tener que desempeñar el papel de tipo duro, o de líder fuerte, ni siquiera de creyente confiado (recordamos sus abrumadoras palabras “Padre, ¿por qué me has abandonado?”).

La iglesia no es una comunidad de convencidos o de los que se creen con superioridad moral; es la iglesia de los vulnerables.

La iglesia es la comunidad de los que son libres de mostrar sus miserias, carencias e insuficiencias; Aquellos que pueden revelar a otros sus escasas habilidades como padres, su mediocre profesionalismo o su egoísmo como pareja; Los que reconocen sus defectos y miserias y sus malas decisiones. Es una propuesta arriesgada, podemos salir lastimados, pero cuanto más mostremos nuestra cruz, y reconozcamos nuestras vulnerabilidades, y cuanto más las aceptemos, más fácil será sanarlas.

Hacernos vulnerables crea un espacio sagrado donde podemos mostrar nuestras dudas, nuestras incertidumbres, nuestros errores, nuestros remordimientos, nuestras frustraciones. Todos fallamos y tendemos a fallar con frecuencia. Podemos ocultar nuestros fracasos, o podemos mostrarlos y quedar desnudos en nuestra vergonzosa cruz personal. Puede que quedemos heridos, pero también podremos abrir un espacio para la empatía

…un espacio para la compasión

…un espacio donde no seamos juzgados

…un espacio para la aceptación

donde la vulnerabilidad engendra empatía, después confianza y después amor.

 

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