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Martes 20 Octubre 2015
Martí Colom
 
Decía el hermano Roger Schutz, fundador de la Comunidad de Taizé, que «Dios nunca condena a nadie al inmovilismo»[1]. Hermosa frase de alguien que entendió que las personas estamos hechas para avanzar y caminar, de alguien que quiso vivir en la desinstalación permanente y a quien siempre preocupó (tanto en individuos como en instituciones) la falta de horizontes.
 
Una paradoja de nuestro tiempo, de la época en que vivimos, es que combina cambios rapidísimos y aceleración constante en la superficie con un profundo inmovilismo de fondo. La tecnología a la que tenemos acceso evoluciona a tal velocidad que a veces es difícil seguirle el ritmo: lo que hace apenas unos años era impensable se convierte en habitual, y pronto caduca para dar paso a nuevos avances que invaden nuestras vidas y nos permiten, entre otras cosas, comunicarnos de formas nuevas, más rápidas y más precisas. Vivimos en la “desinstalación permanente” de nuestros hábitos cotidianos, pues las costumbres de hace muy poco (cómo compartíamos información, cómo accedíamos a ella, cómo comprábamos un libro o un billete de tren, cómo aprendíamos un idioma, cómo tomábamos notas de una reunión…) han sido radicalmente transformadas por nuevos medios, que han modificado hasta la manera misma en que nos relacionamos. Y sin embargo, sería un error asumir que dicha aceleración constante nos hace inmunes al inmovilismo: pues, como decíamos, se trata de una transformación superficial, de lo externo, de “la corteza” de nuestras vidas, que es perfectamente posible gestionar sin que el fondo, nuestra sustancia, cambie ni un ápice.

Es en el ámbito de nuestras opciones íntimas, de las ideas, de nuestros sistemas de valores personales y colectivos (en los que el impacto de la tecnología es mucho menor) donde el inmovilismo más debería preocuparnos, porque allí es donde suele reinar y ser más dañino. Y a pesar de la rápida transformación tecnológica en que todos vivimos sumergidos, nuestro tiempo no se caracteriza por un avance igualmente ágil de nuestras mentalidades: personas y sociedades seguimos atrincherados en cien pequeñas ideologías que a menudo nos enfrentan, en viejos antagonismos, en prejuicios hacia lo desconocido, en recelos, en ausencias incomprensibles de diálogo.


 
Este inmovilismo es dañino porque en la rigidez del espíritu perdemos las grandes oportunidades de avanzar, de vislumbrar caminos nuevos de entendimiento; en la inflexibilidad del pensamiento es donde nos empequeñecemos. El inmovilismo, en definitiva, es realmente una condena porque nos limita. Lo formuló hace más de un siglo el cardenal Newman: «En un mundo más elevado es de otro modo; pero aquí, vivir es cambiar, y ser perfecto es cambiar frecuentemente»[2].
 
En el momento vibrante en que nos hallamos hoy en la Iglesia, en medio de la llamada “primavera del papa Francisco”, es importante recordar voces como las de Schutz y Newman, que sin renunciar a la riqueza de la tradición nos invitan a desconfiar de la rigidez, y a vernos a nosotros mismos como personas en movimiento, miembros de una Iglesia peregrina, de una comunidad en camino, espíritus en evolución que no quieren vivir condenados del inmovilismo. Como cristianos, sabemos que no se trata de olvidar nuestras raíces sino de ahondar cada día, más y más, en la profundidad del mensaje de Jesús. Lo dijo de forma inmejorable Juan XXIII: «No es el evangelio el que cambia: somos nosotros los que comenzamos a comprenderlo mejor»[3].
 
Sólo avanzaremos en esta mejor comprensión gradual de la fe si renunciamos, convencidos y de raíz, al inmovilismo en nuestros corazones.
 
 
[1] K. Spink, Hermano Roger. La vida del fundador de Taizé. Herder, Barcelona, 2009, p. 80.
[2] J. H. Newman, An Essay on the development of Christian Doctrine. Longmans, Green and Co., London/New York, 1900, p. 40.
[3] Citado en G. Gutiérrez, “La recepción del Vaticano II en Latinoamérica”, en G. Alberigo;  J. P. Jossua (eds.), La recepción del Vaticano II. Cristiandad, Madrid, 1987, pp. 213-237; cita en p. 217.
 

 


Jueves 8 Octubre 2015
Pablo Cirujeda
 
“Cuando estéis orando, perdonad lo que tengáis contra quien sea, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras faltas” (Mc. 11, 25).

Llama la atención en el evangelio de Marcos esta frase de Jesús, que parece limitar o condicionar el perdón de Dios a nuestra capacidad de perdonar. Otros evangelistas (Mateo y Lucas) han incorporado este dicho de Jesús a la famosa oración del Padrenuestro, que repetimos a diario: “perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt. 6, 12; Lc. 11, 4).

 
En el entender popular, parecería que Jesús estuviera estableciendo una condición previa para poder recibir el perdón de Dios: si no perdonas a los que te han ofendido, Dios no te perdonará. En nuestra mentalidad tantas veces proporcionalista o comercial,  podríamos llegar a pensar que Jesús estuviera limitando el perdón divino a nuestra capacidad de perdonarnos los unos a los otros. Si me das, te doy…¡me temo que muchos saldríamos perdiendo en este intercambio!

Por otro lado, el mismo Jesús, cuando habla en otras ocasiones de la capacidad de perdonar de Dios, lo hace apoyándose en imágenes y parábolas que parecen indicar todo lo contrario, como por ejemplo en el dicho “Vuestro Padre del cielo hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5, 45). Las parábolas del Hijo Pródigo o de la Oveja Perdida, entre otras muchas, también apoyarían esa idea de un Dios que no entiende de proporciones ni de justicia cuando se trata de ejercer la misericordia y el perdón.

Entonces, ¿por qué esa petición de Jesús de que seamos nosotros los que perdonemos primero? Pues porque el perdón es un arte en el que hay que ejercitarse, y que solamente se aprende practicándolo. Y Jesús indica a sus discípulos la fórmula para capacitarnos en este arte de perdonar: Quien no aprenda a perdonar, a vivir sin rencor, a soltar el fardo pesado del odio y de los deseos de venganza y de justicia, tampoco sabrá aceptar ni recibir el perdón de los demás, y mucho menos el de Dios.


Porque no solo hay que aprender a perdonar, sino también a ser perdonados. En definitiva, quien no sabe perdonar, tampoco sabe ser perdonado. El perdón del que habla Jesús siempre es gratuito, ya que no es proporcional al agravio cometido, ni tampoco es merecido porque uno se lo haya ganado a través de algún tipo de restitución o pago. El perdón se otorga libremente, cuando elegimos vivir una vida sin cuentas pendientes con los demás.
 
En esta escuela del perdón que Jesús propone, primero hay que aprender a perdonar, es decir, a hacer una opción personal por no vivir con agravios ni con rencor, renunciando a reivindicar las deudas que los demás puedan haber contraído conmigo. A partir de esa libertad interior, en la que ya no esperamos ni exigimos la restitución de la culpa, ni que los demás vengan a disculparse conmigo, somos capaces también de recibir el perdón del prójimo como un regalo, y, a través de ellos, el perdón gratuito de Dios, que no conoce el rencor ni el odio.

Rezando el Padrenuestro, cada día repetimos las palabras de Jesús, que nos enseña un arte que él llegó a dominar: el arte del perdón, y que llevó a su perfección en la cruz: “Padre, perdónales, que no saben lo que se hacen” (Lc. 23, 34).

 


Lunes 28 Septiembre 2015
Dolores Puértolas
 

No hay ni el dramatismo ni ciertamente la espectacularidad de las mutaciones mecánicas de los Transformers en las famosas películas que llevan este título, pero no hay duda de que nuestras vidas son una transformación constante: desde que nacemos hasta que morimos se transforma cada célula de nuestro cuerpo, crecemos, engordamos, adelgazamos, envejecemos... y también se transforman nuestro pensamiento, nuestros sentimientos, nuestro actuar, nuestra forma de ver la vida. Lo mismo ocurre con las culturas. Si bien nos esforzamos por preservar todo lo valioso que hay en ellas, lo queramos o no, las culturas se encuentran también en constante transformación. Como ejemplo, un par de pequeñas iniciativas de la Parroquia de Sabana Yegua, en el suroeste de la República Dominicana, donde trabajamos.

La más reciente es la campaña “Creando cultura de la limpieza”, iniciada por la Pastoral Juvenil y que pretende fomentar, a través de repartir cubos de basuras en puntos estratégicos de los pueblos y también de la limpieza de una playa local, la noción de que la basura se tiene que tirar al zafacón. Se trata de que la gente se vaya concienciando hasta que haya una transformación real de los hábitos, para que el cuidado y la limpieza de las calles de nuestros pueblos en la República Dominicana sea parte de la cultura de todos.

La otra iniciativa transformadora es la red de mini-bibliotecas de la que ya hemos hablado en este blog en más de una ocasión. También se trata de transformar la cultura promoviendo el hábito de lectura sobre todo en los más pequeños: aunque no cabe duda que una minoría de población más cultivada tiene esta afición, la mayor parte de los adultos y niños no dedican apenas tiempo a la lectura (de hecho muchos no tienen casi libros en sus casas). El objetivo es que leer sea una actividad cotidiana, parte de la cultura con la que crecerán los niños. 

Si somos mujeres y hombres en constante transformación, aceptemos el desafío de toda transformación cultural que nos lleve a una vida más digna y más plena. ¡Vale la pena!

 


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