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Domingo 24 Diciembre 2017
La Navidad es una fiesta popular donde las haya, pero no cabe duda de que estamos invitados a celebrarla desde su color claramente cristiano, asimilando las dimensiones más teológicas que nos presenta.
 
Una de estas dimensiones sería ver la Navidad como signo de comunicación: comunicación de un Dios que se hizo uno más en medio de  nosotros para  transmitirnos su mensaje de salvación y de amor. En una sociedad como la nuestra, en la que las comunicaciones avanzan cada vez más rápido y en la que pareciera que todos estamos siempre conectados, es bueno reflexionar sobre cómo nos puede ayudar la fiesta de hoy.
 
Dios se comunica con ternura: no hay nada más tierno y frágil que un niño. Dios no se comunica con violencia, ni con grandes pancartas: se comunica a través de la dulzura de un niño que lleva grabado en su  rostro los rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre.
 
Dios se comunica con sencillez: “Lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”. El lugar del nacimiento de Jesús es humilde. En una sociedad frecuentemente ebria de consumo, de abundancia, la fiesta de la Navidad es un llamado a vivir lo que es importante, a descubrir que el mejor regalo que podemos recibir es la compañía de nuestros familiares y amigos.
 
Dios se comunica con esperanza: “No teman. Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo”, dicen los ángeles a los pastores. Por muy preocupados que estemos por los problemas de la vida, y por oscuro que veamos el panorama social o eclesial, es bueno que nos dejemos contagiar de la alegría y la esperanza de la celebración de hoy. Vale la pena que los cristianos proclamemos, para nosotros mismos, y para todos los que nos quieran escuchar, un mensaje de alegría, subrayando las bendiciones que nos vienen de Dios a través de esta fiesta del nacimiento de su Hijo.
 
Dejemos que la fiesta de hoy nos interpele y nos ayude a mejorar nuestra comunicación. Que la ternura, la sencillez, y la esperanza nos lleven a comunicar la alegría de la Navidad.


 

Domingo 3 Diciembre 2017
Un año más, emprendemos de nuevo el camino del Adviento, un camino de esperanza, pero sobre todo de alegría contenida por la fiesta que está por llegar. A diferencia de la Cuaresma, el Adviento no es un tiempo de penitencia, sino de preparación para el primer gran evento que celebra la Iglesia en su calendario anual de celebraciones: la fiesta de la cercanía de Dios, quien se abaja para abrazar la condición humana en la historia, ofrecerle su solidaridad, y elevarla a su misma dignidad.
 
Como haríamos ante cualquier otro gran acontecimiento en nuestras vidas, no podemos sentarnos y simplemente esperar, cruzados de brazos, a ver qué va a ocurrir. El Adviento es un tiempo de preparación activa, que exige nuestro compromiso y requiere de nosotros despejar cualquier obstáculo para que la fiesta pueda celebrarse en las mejores condiciones posibles. Escucharemos estos días a los profetas hablar de la necesidad de “rellenar los valles y abajar las colinas” y así preparar los caminos al Señor.
 
“El que espera, desespera” es la lógica del mundo, de quien se limita a recibir, resignado, lo que la vida le pueda ofrecer, pero sin implicarse en los acontecimientos que suceden a su alrededor. En cambio, la esperanza cristiana se traduce en salir a transformar el mundo para que el advenimiento de Dios nos encuentre preparados y despiertos, anhelantes de un mundo mejor.
 
La Comunidad de San Pablo, aun siendo pequeña, se suma a la labor que realiza la Iglesia en todo el mundo, transformando como la levadura en la masa el entorno social e incluso económico, incidiendo en los campos del desarrollo, la educación, la salud, los derechos humanos y la dignidad de las personas, especialmente de los que sufren pobreza y exclusión, para ir despejando, uno a uno, los obstáculos que nos separan del proyecto de Dios para la humanidad.
 
Con la alegría y la fuerza renovados de quienes sabemos que un futuro mejor está por llegar, nos proponemos seguir trabajando para derribar muros, construir puentes y sanar heridas en un mundo todavía lleno de divisiones, y a invitar a todos nuestros lectores y amigos a sumarse a este proyecto de Adviento, en el que no nos resignarnos a aceptar, sin más, los “valles y las colinas” de la historia que nos rodean.


 

Martes 31 Octubre 2017
No hay que ser muy perspicaz para ver que vivimos en un mundo que tiende a la polarización. Abundan, en efecto, los ejemplos de sociedades que en los últimos años han visto como sus poblaciones se iban configurando en función de alguna tensión (de orden económico, político, social, o mezcla de todas ellos) hasta quedar polarizadas en dos bandos semejantes en tamaño, y muy distanciados ideológicamente entre sí. Pongamos algunos ejemplos, sin entrar en el análisis detallado de ninguno de ellos: pensemos en los Estados Unidos, país que en las últimas elecciones presidenciales experimentó una agria división entre los partidarios de un candidato y otro: al fin, el candidato republicano recibió el 46.1% de los votos emitidos, y la candidata demócrata el 48.2% (aunque, como es bien sabido, Trump se llevó la presidencia a causa del sistema electoral estadounidense). O pensemos en el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, las pasiones que levantó, y su resultado final: 51% de los votantes eligieron la opción ganadora y 48% la que perdió. O el referéndum acerca del proceso de paz en Colombia, todavía más ajustado: 50.21% de los colombianos votaron por el no y 49.78% por el sí. Estos días, por poner un último ejemplo, la situación en Catalunya ha ocupado las primeras páginas de los medios de comunicación internacional, a causa del movimiento independentista que allá se vive: en las últimas elecciones parlamentarias (2015), los partidos que apoyan la independencia de España obtuvieron el 47.7% de los votos, y las formaciones que no son partidarias de la independencia el 52.3%.
 
Todos estos casos, siendo muy diferentes entre ellos (cada uno con su complejidad particular), ejemplifican algo similar: cómo, ante asuntos de mucha trascendencia, las sociedades que los enfrentan no favorecen con claridad una u otra opción. Ni los defensores y detractores de Trump, ni los del Brexit, ni los de los acuerdos de paz en Colombia, ni los de la independencia catalana pueden alardear de contar con una evidente e inapelable mayoría social. En cada caso, la alternativa vencedora se impone con un apoyo apenas superior al que tiene su contraria. Además, los casos citados tienen en común que las cuestiones en liza generan una extraordinaria pasión, de modo que los que apoyan y los que rechazan una u otra opción no quieren ni oír hablar de una solución de compromiso con el adversario, pues la postura contraria les parece intolerable. Vivimos en un mundo polarizado.
 
Nos parece que, en este contexto, hay una voz que se hace imprescindible: la voz de lo que podemos llamar las «terceras vías» (tomando prestado el lenguaje que se ha usado en economía para identificar a los que proponen un sistema intermedio entre el capitalismo y el comunismo), o vías intermedias.
 
A menudo, en medio de conflictos enconados que sacuden una sociedad surgen personas y grupos que rehúyen el discurso demasiado simplista de las dos partes enfrentadas e intentan elaborar un argumento diferente, original, que no se puede encasillar en ninguno de los dos bandos. Es la vía intermedia, o tercera vía. Estas suelen ser minoritarias e impopulares, precisamente porque quienes las defienden quieren tener en cuenta la complejidad de las situaciones y todos sus matices, para los que los demás no tienen tiempo ni, en verdad, interés. Los conflictos (sociales, políticos, religiosos…) suelen alimentarse de planteamientos más bien esquemáticos, poco amigos de la reflexión ponderada que proponen las terceras vías. Sería útil, aquí, recordar las advertencias del antropólogo René Girard sobre cómo actúan normalmente las multitudes: con impaciencia, sin atención al detalle y haciendo caricaturas fáciles de sus adversarios. Son actitudes que dificultan el diálogo y alimentan el nacimiento de tendencias populistas, las cuales a su vez pueden abrir las puertas a la violencia.
 
Una tercera vía raramente se expresará a través de grandes concentraciones en la calle: marginal, es a menudo menospreciada por las corrientes de opinión mayoritarias, que en el fondo la perciben como una amenaza a sus planteamientos. Muchas veces, al fin, la voz de la tercera vía cae en el olvido. Y sin embargo, es más que probable que en ella residiese la mejor propuesta de futuro.
 
Quien aboga por una tercera vía puede ser tan radical, vigoroso y apasionado como quien defiende posturas más extremistas: «tercera vía» no significa en absoluto tibieza, sino voluntad de pensar en profundidad, de dialogar siempre, de tener en cuenta todos los aspectos del conflicto y de no querer construir un argumento, atractivo en su simplicidad, pero falso a causa de ella.
 
Muchos representantes históricos de las terceras vías han pagado un precio altísimo por su compromiso con la realidad y por negarse a caer en simplismos populistas y a veces violentos, terminando a menudo rechazados por todos: y no debería sorprendernos que a veces hayan sido elementos fanáticos de su teórico propio «bando» los que han eliminado a quien proponía la tercera vía. El siglo XX nos dio claros ejemplos de este fenómeno: desde el socialismo pacifista e internacionalista de Jean Jaurès, quien sería asesinado en París por un patriota francés el mismo día en que estalló la Primera Guerra Mundial, hasta los casos más conocidos de Gandhi, asesinado por un fanático hindú que no aceptaba la postura abierta del padre de la independencia India hacia los musulmanes, o Yitzhak Rabin, asesinado por un israelí que se oponía a los intentos de su primer ministro por abrir caminos de paz con los palestinos.
 
Desde una perspectiva cristiana, ¿hasta qué punto no sería también legítimo considerar a Jesús de Nazaret como representante de una tercera vía en medio del conflicto político y social que a él le tocó vivir? No se casó ni con los poderosos saduceos que gobernaban Jerusalén y colaboraban con Roma, con quienes fue crítico, ni con los nacionalistas fanáticos que abogaban por la rebelión violenta contra el Imperio. Y, sin duda, incomodó a todos con su mensaje, libre de alianzas ideológicas, capaz de decir de un centurión romano que «ni en Israel he encontrado tanta fe» (Lc 7,9) y capaz, a la vez, de enfrentarse a la misma Roma al afirmar, ante el gobernador que lo estaba juzgando, que «no tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba» (Jn 19,11). Su mensaje novedoso, exigente con todos pero abierto también a todo tipo de persona, fue incomprendido por la mayoría. Y a unos y a otros les interesó quitarlo de en medio.
 
Optar con determinación por la vía intermedia que trate de corregir, mediante el diálogo, la polarización de la sociedad en que uno vive puede ser muy peligroso. Y sin embargo, en nuestro mundo de hoy, tan inclinado a la simplificación, que crea extremos en apariencia irreconciliables, la voz de los que aboguen estas terceras vías es, nos da la impresión, imprescindible. Acaso más que nunca.

 

Martes 3 Octubre 2017

Esta pintada inspiradora y la niña que la mira con curiosidad me hacen pensar en los fotógrafos que captaron la imagen: los jóvenes de “Sonríe y Crece”, que forman parte de una asociación de voluntarios de Barcelona que dedican los veranos (¡ya llevan nueve!) compartiendo con los niños más desfavorecidos de Sabana Yegua en la República Dominicana.
 
Colgaron esta foto en las redes sociales y decía así: “Reflexión por las calles de Sabana Yegua: No se trata simplemente de dar lo que podemos dar, sino de hacer sentir, ver y transmitir la ilusión de luchar para que cada uno consiga sus sueños y metas”.
 
“Saca lo mejor de ti” es un buen lema. Por una parte, nos invita a no envidiar lo que tienen los demás, sino a buscar en nosotros. Por otro lado, tampoco nos invita al éxito, un valor cacareado hasta la saciedad que busca ser el único faro de muchos jóvenes. “Saca lo mejor de ti” es un lema hermoso: incluye todo nuestro potencial intelectual, nuestra fuerza de trabajo, nuestra energía, pero también incluye otros valores como la bondad y la generosidad.
 
Los jóvenes de “Sonríe y Crece” lo saben bien. No creo que me equivoque si digo que la vida les ha bendecido con su lugar de origen y sus familias; posiblemente estén buscando sacar lo mejor de sí mismos a nivel profesional, terminando carreras y haciendo másters, luchando por su futuro. Pero además, sacan lo mejor durante el año programando actividades para el verano de voluntariado, recaudando fondos y finalmente llegando a Sabana Yegua con toda la ilusión por delante. Esta es la misma ilusión que transmiten a niños y adultos. Saben que muchos no han tenido su suerte, pero les ayudan, alientan y apoyan para que luchen por una vida mejor, empezando por los estudios.
 
“Saca lo mejor de ti” nos invita a sacar toda la generosidad que llevamos dentro, a no ser tacaños en repartir afecto, amor, tiempo y energías. Últimamente he leído algunas reflexiones sobre la generosidad. Me gusta el potente lema de San Alberto Hurtado, jesuita que realizó una gran labor social en Chile, y que decía: “¡Hay que dar hasta que duela!”. Por otro lado, algunos estudios demuestran el efecto positivo de la generosidad en el estado de ánimo[1] (comprobado a nivel de respuesta cerebral) y en consecuencia nos invitan a ser generosos para sentirnos bien (“give ´till it feels good”). Aunque lo pareciera, quizás los dos enfoques no son totalmente excluyentes. Dar hasta que duela es exigente, nos invita a desprendernos no de lo que nos sobra sino también de lo que necesitamos. Pero está claro que un cierto sacrificio a nivel personal en pro de otra persona también nos produce un efecto positivo y un sentimiento placentero. Además, el realizar libremente una acción generosa no solo nos deja un sentimiento, sino que nos ayuda a desprendernos un poco de nuestro ego y da un mayor sentido trascendental a nuestras vidas.
 
“Saca lo mejor de ti” es también un buen lema, no solo para los jóvenes voluntarios de Barcelona, sino también para todos los niños y jóvenes de República Dominicana a quienes ellos ayudan. Así, volviendo a su reflexión “…hacer sentir, ver y transmitir la ilusión de luchar para que cada uno consiga sus sueños y metas” añado yo algo más, segura de que ellos estarán de acuerdo conmigo. Queremos compartir con estos niños y jóvenes el valor de la generosidad para que esta no quede excluida ni relegada de sus sueños y metas, y sea uno más de sus objetivos. Así les podemos seguir animando con toda la fuerza de este lema, inspirador para todos: ¡Saca lo mejor de ti!

 
[1] El resultado más sorprendente es que los centros de placer a nivel cerebral no responden solo a lo que es bueno para uno mismo sino que también muestran respuesta cuando se trata de algo bueno para otros. Este artículo de New York Times menciona el estudio del Profesor Ulrich Mayr y su equipo en la Universidad de Oregon http://www.nytimes.com/2007/06/19/science/19tier.html?mcubz=1

Martes 26 Septiembre 2017

 
Tal y como informaron los medios de comunicación del mundo entero, del día 6 al 10 de este mes de septiembre el papa realizó su esperada visita apostólica a Colombia. Fueron cinco días muy intensos. Intensos y agotadores, en primer lugar, sin duda, para el propio Francisco, que estuvo en Bogotá, Villavicencio, Medellín y Cartagena celebrando eucaristías multitudinarias (en cada una de estas ciudades los asistentes a los actos superaron todas las previsiones de los organizadores) así como un sinfín de encuentros: con representantes del gobierno colombiano, con los jóvenes, con víctimas del conflicto armado, con religiosos, con obispos, con la gente que abarrotaba las calles por las que él pasaba y con los que se concentraban, espontáneamente, alrededor de la nunciatura apostólica de Bogotá, donde se hospedaba. Ha sido también una visita intensa para todos los que la hemos seguido de cerca: días muy ricos en gestos, en momentos conmovedores, en mensajes que han interpelado hondamente al país, en cercanía…
 
Francisco había dicho que iría a Colombia cuando el gobierno y la guerrilla hubiesen firmado el acuerdo de paz que pone fin a más de 50 años de conflicto armado. Ha cumplido su palabra, haciendo de su viaje una invitación a la reconciliación de todos aquellos a los que la guerra y la violencia han enfrentado durante tanto tiempo.
 
Tratando de hacer un poco de balance de esta visita del papa, uno se da cuenta de que nos ha dejado un mensaje universal: es decir, un mensaje que va más allá de la situación colombiana, que la trasciende, y que nos podemos aplicar todos los que, en Colombia o fuera de ella, vivimos preocupados por los conflictos y la violencia, y que buscamos sendas de paz y reconciliación. Francisco, con su lenguaje claro y transparente, nos ha invitado a no ser espectadores en la edificación de la paz: «Cuando las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de la paz. Es necesario que algunos se animen a dar el primer paso en tal dirección» (Homilía en Villavicencio, día 8 de septiembre). Una y otra vez, el papa ha insistido en que no nos resistamos a la reconciliación, que no tengamos miedo «a pedir y ofrecer perdón»: «Es la hora de desactivar los odios» (Encuentro de oración por la reconciliación nacional, Villavicencio, 8 de septiembre).
 
En un mundo donde tantos se apuntan, y tan rápido, al resentimiento y a la venganza, donde los conflictos, reales o imaginados, tienden a enquistarse, esta recomendación («es hora de desactivar los odios») nos parece esencial. Esencial, a pesar de su exigencia. Francisco sabe hacer que suene como realizable (¡porque en verdad lo es!) lo que, en boca de otro, parecería una quimera o una llamada vacía. Desactivemos el odio. Perdonémonos. ¿Acaso no es posible? La simpatía que emana del papa, con su sencillez y sonrisa pródiga, lo capacita para comunicar, sin ofender a nadie, un mensaje que en boca de otro parecería severo y sería, con toda certeza, rechazado.
 
Expresaba eso mismo, con franqueza y un cierto asombro, un taxista de Bogotá la tarde del mismo domingo en que el papa había terminado su visita y acababa de embarcarse en su vuelo para regresar a Roma. «Si otro me dijera las cosas que él dice, no me gustaría oírle. Pero ese señor tiene una forma de corregirte que hace que le pongas atención. Cuando vi por el televisor que se metía en el avión, me eché a llorar». No se puede resumir mejor la visita de Francisco a Colombia.


 

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