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Viernes 28 Noviembre 2025
 


Este domingo comenzamos el tiempo de Adviento, y en las lecturas escucharemos a san Pablo diciéndonos «es hora de que despertemos del sueño» (Rom 13,11) y a Jesús reiterando el mismo mensaje: «Estad en vela» (Mt 24,42).
 
Con estas dos llamadas, tan similares, entramos de lleno en el espíritu del Adviento. Un tiempo, pues, para despertar, para estar atentos, para otear el horizonte e ir percibiendo en él los signos de la presencia de Dios que ya llega, y que nos nacerá en Navidad. Adviento también es un tiempo para identificar los boquetes de los que Jesús habla en el mismo pasaje: brechas por donde se nos puede ir el ánimo y los buenos propósitos, el deseo de ser buenas personas y de intentar vivir según el Evangelio.
 
En estos tiempos, en que vivimos inmersos en la revolución digital, quizá una analogía con la tecnología pueda servir para mostrar en qué consiste el tiempo que ahora empezamos. Sabemos que de vez en cuando hay que reiniciar un ordenador, o un teléfono. Hacerles un reset, o resetearlos, como decimos (usando un neologismo a partir del original inglés). Pues bien, a veces las personas también necesitamos un reset, y el Adviento nos da la oportunidad para implementarlo.
 
Reiniciamos el ordenador porque hay algo que no está funcionando bien: en el sistema persiste algún hábito dañino, un error que se ha quedado allí, molestando, y que debe ser subsanado. Y también reiniciamos el ordenador para acceder a actualizaciones que ahora están disponibles y que, una vez incorporadas al sistema, permitirán que todo funcione mejor.
 
Para reiniciar el ordenador hay que apagarlo. Lo mismo nosotros. De vez en cuando toca «apagar el sistema» en el sentido de acallar tantos ruidos que nos ensordecen, que nos llegan de todas partes y que no nos dejan pensar. Hay mucho ruido en la política, en las redes sociales, en las tertulias televisivas, y también hay ruidos que surgen de nuestro interior en forma de viejos rencores, de enemistades, de heridas abiertas que no hemos podido o sabido cerrar… son ruidos que nos llevan a acumular tensiones, ansiedad, agravios, perplejidades, angustia.
 
En Adviento, empecemos por apagar el equipo. Uno de los protagonistas de este tiempo es Juan el Bautista, que se fue al desierto: es decir, se alejó del ruido. De Juan podemos aprender su opción por negarse a vivir en medio de un torbellino de actividad, tragando información y ruidos sin parar, y sin tiempo para procesarlos. En el desierto, Juan ofrecerá un mensaje claro y novedoso porque porque ha sabido alejarse del ruido, y pensar, y comprender lo que Dios quiere de él.
 
Y, entonces, en Adviento, después de apagar el sistema, volvamos a prenderlo… con otra actitud. Podemos identificar qué funcionaba mal en nosotros: qué hábitos malsanos nos estaban molestando. Quizá habíamos entrado en un ciclo de negatividad y de pesimismo. Quizá habíamos empezado a beber demasiado, o a perder el tiempo en otras actividades que no nos aportaban nada positivo. Quizá habíamos empezado a inflamar un conflicto con alguien, a cultivar un odio, un rencor, que iban en augmento. En Adviento nos disponemos a reiniciar el sistema, nuestra vida, de cero, sin esos hábitos perniciosos.
 
Y, en Adviento, al prendernos de nuevo —al despertar—, también buscamos nuevas actualizaciones: nos disponemos a mirar a los demás con ojos nuevos, a iniciar hábitos más saludables. Nos disponemos a ver qué recursos existen a nuestro alcance, que hasta ahora no estábamos viendo o utilizando: personas a las que deberíamos escuchar un poco más, lecturas que podrían iluminarnos, acciones solidarias con los más pobres, que fortalecerán nuestra fe. Todo eso puede ser Adviento: un verdadero reset del corazón.


 

Viernes 22 Agosto 2025
 

 


En la lectura del Evangelio de este próximo domingo (Domingo XXI del tiempo ordinario, ciclo C) oiremos que Jesús, respondiendo a la pregunta de si son pocos los que se salvan, dice lo siguiente: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán» (Lc 13, 24).
 
De entrada, esta afirmación de Jesús nos puede parecer una mala noticia. Caramba, ¿y Dios no podía haber diseñado una puerta más amplia, por la que todos pudiéramos pasar tranquilamente? Es más, ¿acaso no nos cansamos de predicar que Dios es pura acogida, que precisamente uno de los ejes del mensaje de Jesús fue la misericordia del Padre, que abre de par en par sus brazos a todo el mundo? ¿Cómo conciliar esta idea con la imagen de la puerta estrecha?
 
Me parece que aquí Jesús está subrayando algo fundamental, que nunca deberíamos de perder de vista: que la vida espiritual requiere esfuerzo. ¿Es el Evangelio una buena noticia, y un camino hacia la plenitud y la felicidad? Sin duda. ¿Exige renuncias, y un hondo trabajo interior, y una voluntad firme de vencer nuestras tendencias más egoístas y nuestras soberbias? También.
 
El camino que Jesús nos propone seguir no es un paseo despreocupado por la playa. Exige disciplina y llevar a cabo un trabajo paciente de autoconocimiento, para descubrir en nuestro interior tanto lo que nos entorpece (que debe ser abandonado) como la presencia viva del Espíritu en lo más hondo de nuestro corazón (que debemos acoger y potenciar). Es un camino de transformación… que todo el mundo puede hacer (¡esta es la buena noticia!), y por eso Jesús también afirma que toda clase de gente, del oriente, del occidente, del norte y del sur se sentarán a la mesa en el Reino… pero que nadie está exento de recorrer.
 
Me gusta pensar que la puerta estrecha es, de hecho, un regalo. Porque no puede cruzarla quien llegue a su umbral con el ego hinchado; con maletas cargadas a reventar de petulancia, o de resentimientos, o de vanidad, o de afán de protagonismo, o de deseo de poder. Hay que abandonar todo eso para, livianos, sencillos y en paz con la dimensión exacta de nuestra bondad, de nuestros logros y de nuestros fracasos, poder, entonces, cruzar felizmente al otro lado. La puerta estrecha es un regalo porque nos recuerda tantas cosas inútiles que cargamos con nosotros, que solemos defender con uñas y dientes y que, sin embargo, no sirven para nada. O no sirven para lo único que importa: sentarnos a gozar del banquete, en el reino.


 

Jueves 19 Junio 2025
 


Si los católicos supiéramos más del judaísmo, de la cultura y de las fiestas y otros rituales, entenderíamos mucho más al Jesús de los evangelios—quien nació y murió judío. La fiesta de Pentecostés que acabamos de celebrar hace unos días es un buen ejemplo. Pentecostés era ya una de las fiestas más importantes del calendario judío, la fiesta del Shavuot—que el griego del Nuevo Testamento tradujo como Pentecostés—literalmente, cincuenta días después.  
 
El festival de Shavuot es una de las tres fiestas principales del judaísmo en las que se hacía una peregrinación al Templo en Jerusalén junto con el Pésaj, la Pascua y el Sucot, la fiesta de las cabañas. Así entendemos a todas estas gentes de otras partes de Israel y de los judíos en la diáspora “entendiendo” a los discípulos que acaban de recibir el Espíritu: “Entre nosotros hay medos, partos y elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene. Algunos somos visitantes, venidos de Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes” (Hechos 2: 9-11.)
 
El Shavuot era una fiesta de la primera cosecha, el Bikkurim, pero sobre todo celebra el momento en el que Dios entrega la Ley a Moisés, y, por ende, al pueblo que peregrinaba en el desierto. Para los judíos se celebra la entrega de la Ley, mientras que nosotros los cristianos—Pueblo de Dios también peregrino—celebramos la entrega del Espíritu. Será fructífero vivir esta realidad (ley-espíritu) no como una contradicción o una mejora, sino como una tensión creativa.
 
Otra forma en la que la comprensión del Shavuot judío puede iluminar el Pentecostés cristiano es que Shavuot no solo recuerda el evento histórico, sino que invita a renovar el compromiso con la Torá, y con una vida guiada por la sabiduría divina. Los cristianos también celebramos el evento histórico, pero Pentecostés contiene también una oración: que el Espíritu Santo de Jesús, el Espíritu de Dios, siga siendo derramado sobre nosotros y nuestras comunidades. Deberíamos ser individuos y comunidades en un estado permanente de Pentecostés.
 
En Shavuot se ofrecían en el Templo los primeros frutos, es decir, las primicias de la cosecha. San Pablo retoma esta imagen al hablar de las “primicias del Espíritu”: “Y no solo ella [la creación], sino también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8,23). Así como en Shavuot se presentaban los primeros frutos de la tierra, en Pentecostés recibimos las primicias del Espíritu, anticipo de la plenitud futura y promesa de la venida del Reino de Dios.
 
El Espíritu Santo, derramado en Pentecostés, no es solo un don del pasado sino una presencia activa que transforma la vida cristiana en un campo fértil. Así como los bikkurim eran una señal de esperanza y gratitud —un gesto concreto de que la cosecha venía en camino—, las primicias del Espíritu nos colocan en una tensión hermosa: ya hemos recibido, aún esperamos.
Esta experiencia se traduce en frutos concretos: el amor que perdona, la paz en medio del caos, la fidelidad que desafía al tiempo. La esperanza contra toda evidencia. Cada uno de estos frutos, invisibles y reales, es parte de esa cosecha inicial que prefigura la plenitud del Reino. No es casual que san Pablo también hable del "fruto del Espíritu" (Gálatas 5: 22): lo que comenzó como una imagen agrícola se convierte en experiencia espiritual encarnada.
 
Pentecostés no es solo el recuerdo de un don recibido, sino el impulso de una misión confiada. Así como los primeros frutos eran llevados con gozo al Templo como signo de gratitud y esperanza, ahora la Iglesia —animada por las primicias del Espíritu— se convierte en ofrenda viva para el mundo. Cada discípulo, lleno del Espíritu, es enviado como sembrador de vida nueva: donde hay división, lleva comunión; donde hay oscuridad, enciende esperanza; donde hay muerte, proclama Resurrección.
 
La vida cristiana es, entonces, camino de misión: la proclamación de llegada de un Reino que no solo viene, sino que ya está fermentando entre nosotros. Somos una iglesia en éxodo, en salida, llamada a fermentar la historia con la levadura del Reino, sin esperar pasivamente la plenitud futura, más bien la anticipamos, la anunciamos y la encarnamos.

 

Domingo 20 Abril 2025
 



¡Feliz Pascua de Resurrección!
 
Después de haber vivido con intensidad las celebraciones de Jueves Santo y Viernes Santo, con sus diversas expresiones litúrgicas (el lavatorio de los pies, el via crucis, la adoración a la cruz…) y haber acompañado a Jesús a través de la lectura de los relatos evangélicos, ayer sábado, al ponerse el sol, celebramos la victoria de la vida sobre la muerte: ¡la piedra estaba corrida y el sepulcro vacío! «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí. ¡Ha resucitado!».
 
Con la Resurrección, en la madrugada del domingo, hemos llegado al centro de nuestra fe, a la celebración gozosa de que la historia no terminaba en la oscuridad sin esperanza del sepulcro.
 
En la Vigilia Pascual, tan rica litúrgicamente, utilizamos tres signos fundamentales para hablar de la resurrección de Jesús: en primer lugar, el fuego; después el agua; y finalmente el pan y el vino con el que celebramos la Eucaristía.
 
Hay una invitación implícita en el uso de estos signos: la invitación a ser (nosotros) fuego, agua y pan partido para los demás.
 
Muchas veces andamos a oscuras, en medio de noches muy frías: la noche helada y llena de tiniebla de la soledad, del desánimo, de la desesperanza, del miedo, de la cárcel en la nos encierran nuestros egoísmos. O andamos apagados, sin ilusión, sin entusiasmo. O andamos solos, cada uno por su lado...
 
Hoy se nos invita a ser fuego: fuego que ilumina y fuego que calienta. Fuego que alumbra el camino y dispersa las sombras, fuego que nos reconforta y devuelve la vida cuando ya teníamos el cuerpo y el alma ateridos, insensibilizados por el frío. Fuego que nos enciende el deseo de seguir luchando por un mundo mejor. Fuego, también, que congrega: desde tiempos inmemoriales, las personas se juntan alrededor del fuego, hasta el punto que utilizamos la palabra hogar para referirnos a una una casa, una familia... 
 
Muchas veces somos una tierra reseca, agrietada, estéril, un desierto en el que no crece nada, un páramo yermo en el que los demás no encuentran ni una briza verde de alegría.
 
Hoy se nos invita a ser agua. Agua que renueva y limpia, que vivifica, que con su paso fecundo va convirtiendo los desiertos en jardines.
 
Muchas veces estamos hambrientos. Nos sentimos débiles, faltos de todo tipo de alimento: carecemos de pan, de amistades fuertes, de propósito, de esperanza.
 
Hoy se nos invita a ser pan y vino para los demás: a querer alimentar con nuestra solidaridad y con nuestro cariño a quienes andan espiritualmente anémicos, también a buscar alimento en el testimonio y ejemplo de los demás, y de Jesús de Nazaret, vencedor de la muerte.
 
Celebremos la Pascua: ¡seamos fuego, agua y alimento para los hermanos!


 

Viernes 18 Abril 2025
 


A Jesús no lo crucificaron porque predicara que nos amáramos más los unos a los otros o porque nos dijera que rezáramos más. Pero para muchos cristianos, la práctica del cristianismo puede haberse convertido en algo así, que ya sería mucho. Ser buena persona, de buen carácter moral. No matar, no codiciar la posesión del prójimo. Ayudar en lo posible. Aunque encomiable, esta ética no es la de Jesús. No es el comportamiento que llevó a Jesús a una ejecución que no sólo pretendía matarlo sino que pretendía aniquilar totalmente su rastro, eliminar totalmente su visión del mundo. Destrozar cualquier atisbo de reconstrucción de parte de los que le seguían.
 
Entonces, si no fue por pedir a sus semejantes que se quisieran más, ¿qué es lo que en realidad llevó a Cristo a la cruz? Lo que sabemos es que distintos grupos tenían distintas motivaciones, y sólo en la confluencia de tantos intereses de tantos grupos distintos se puede entender como el hombre más inocente de la Historia pudiera ser tan cruel y públicamente ejecutado. Jesús y su mensaje eran (y son) una amenaza a los poderosos—y no es difícil entender la motivación del gobierno romano de ocupación o de la clase alta judía, los saduceos. O la burda forma en la que éstos manipularon a las muchedumbres.
 
La motivación más interesante es quizá la de los fariseos y sus escribas. La demonización con la que se suele predicar sobre ellos puede hacernos perder el detalle. No podemos simplificar la complicada relación entre Jesús y los fariseos. De una clase social similar y cercanos al pueblo como el mismo Jesús, los fariseos estaban llamados a entenderse con Jesús. ¿Qué lleva a los fariseos a pedir la crucifixión de Jesús? Es evidente que Jesús les criticó su hipocresía y su legalismo: para estar en comunión con Dios uno debía cumplir un extenso número de leyes. Además, una de las críticas de Jesús es que muchas de estas leyes no eran parte de la Torá, sino más bien tradición disfrazada de norma.
 
Lo que es fascinante es que la condena de los fariseos ya estaba profetizada en el Antiguo Testamento. Hay una sección del libro de la Sabiduría que se proclama en la primera lectura del viernes de la Cuarta Semana de Cuaresma que profetiza la justificación farisea: “Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los principios en que fuimos educados. Presume de que conoce a Dios y se proclama a sí mismo hijo del Señor. Ha llegado a convertirse en un vivo reproche de nuestro modo de pensar y su sola presencia es insufrible, porque lleva una vida distinta de los demás y su conducta es extraña. Nos considera como monedas falsas y se aparta de nuestro modo de vivir como de las inmundicias. Tiene por dichosa la suerte final de los justos y se gloria de tener de padre a Dios.” (Sabiduría 2:12-16) Por tanto, “Sometámoslo a la humillación y a la tortura para conocer su temple y su valor. Condenémoslo a muerte ignominiosa, porque dice que hay quien mire por él” (Sabiduría 2:19-20.)  
 
Es fascinante recordar que este texto que profetiza con exactitud la motivación farisea está escrito no menos de ciento treinta años antes del nacimiento de Jesús. Jesús molestó a los que se habían erigido en intérpretes y editores de la Torá; a los que más citaban la Ley les criticaba por lo poco que se la aplicaban a ellos mismos. Jesús atacó los principios en los que se basaba toda la cosmovisión y la forma de vivir farisea—será la donación total, el servicio, lo que nos llevará a la comunión con Dios—no la observancia estricta de la letra de la ley.
 
La cita también aporta el cargo que servirá en los dos sistemas legales que juzgaron a Jesús: el “conocer” a Dios, proclamarse su Hijo, hacerse uno con la divinidad. Este es el cargo que, en último término, lleva a Jesús a la cruz, pues es blasfemia para la sensibilidad religiosa e insurrección en la legalidad romana, pues sólo su representante, el gobernador Pilatos, podía imponer la pena de muerte—derecho que los romanos habían quitado al Sanedrín alrededor del año 6.
 
Es una de las lecciones de la cruz cuando actualizamos el Viernes Santo a nuestro mundo actual.
No serán los pequeños pecados, las malas palabras, las pequeñas infracciones de la ley lo que mantendrán a Cristo crucificado—aunque para muchos, eso es todo lo que parece ofrecer una cierta interpretación de la ética cristiana. Pero no, la ética de Jesús es mucho más. Como profetizó el libro de la Sabiduría, Jesús se opone a lo que hace el poderoso, el injusto, el inhumano. Llamados también estamos los discípulos del Señor dos mil años más tarde a oponer cualquier abuso, toda injusticia, cualquier falta contra la dignidad humana.


 

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