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Jueves 28 Marzo 2024
 



En jueves santo tradicionalmente celebramos la cena pascual del Señor, la institución de la Eucaristía, y la institución del sacerdocio. Las Sagradas Escrituras que leemos nos invitan a reflexionar en dichos misterios revelados. El libro del éxodo nos narra esa pascua en la que el pueblo de Israel se prepara para su liberación de la esclavitud. Ese momento cúspide en el que el pueblo debe prepararse para ponerse en camino a la tierra prometida. Un sueño hecho realidad: la libertad. Una tierra de libertad y de abundancia. Dios escuchó el clamor del sufrimiento de su pueblo y en su profundo amor hizo algo inesperado, encontró un aliado, Moisés, y se enfrentó al poder del faraón para liberar a su pueblo. Un gesto de amor y compromiso. Para nosotros los cristianos del siglo XXI esta noche santa debería empujarnos a reflexionar sobre el uso de nuestra libertad y la abundancia que algunos de nosotros gozamos y millones de personas no tienen. Cómo puedo yo desde mi rinconcito del mundo empujar para que se haga realidad el sueño y la promesa del Señor de una tierra de libertad y abundancia para todos. Cómo desde mi amor por mi prójimo puedo aliarme con Dios para luchar contra las injusticias del mundo.
 
La carta de San Pablo a los Corintios nos narra las palabras de la Última Cena que Jesús compartió con sus seguidores. En ese momento íntimo de compartir, Jesús se entrega como alimento de vida eterna. En ese gesto de amor Jesús nos deja a sus discípulos un gesto de entrega total para que lo recordemos cada vez que compartamos la Eucaristía. En un mundo donde los miedos y las medias informaciones infestan las redes sociales. Este gesto inesperado de amor de entrega total de Jesús, el Maestro, nos recuerda lo importante que es darse todo sin miedos y con total sinceridad.
 
Pero lo más inesperado de la celebración del jueves santo es el evangelio que siempre se lee en dicha eucaristía. Cada jueves santo se nos recuerda que el Señor estando a la mesa con sus discípulos se ceñó el mandril y empezó a lavar los pies de cada uno de sus comensales. Esto fue lo más inesperado para un grupo de seguidores que han experimentado la entrada triunfal en Jerusalén y los gritos de vítores por todos aquellos que esperaban al mesías. De pronto, en un momento no planeado, Jesús comienza a lavar los pies de cada uno de los que lo acompañaba. De Judas, que lo traicionó y lo vendió por 30 monedas. De Pedro que lo negó cuando las cosas se tornaron difíciles y dolorosas. De Tomás que es incapaz de creer en su promesa de la Resurrección. De Juan y Santiago que quieren estar a su lado por un puesto de honor en su reino. De todos ellos uno a uno Jesús lavó los pies y mostró que el amor lo puede todo. Que el amor que él tiene por ellos va más allá de las expectativas mezquinas que cada uno de ellos tienen para con él. El amor nos lleva al servicio.
 
El giro inesperado del amor de Jesús para con sus discípulos nos urge a soñar con un mundo nuevo donde la libertad y la abundancia sea la norma de todos y no un privilegio de pocos. La entrega inesperada de Jesús nos invita a que nuestras vidas de cristianos sea para darnos al prójimo sin miedo y con sinceridad. El gesto humilde y sencillo del maestro nos invita que todo ministerio de liderazgo es para servir. Para los seguidores de Jesús, la eucaristía y el sacerdocio encuentran su sentido más profundo cuando gastamos la vida soñando sin miedo a servir a los demás.


 

Sábado 23 Marzo 2024
 


Mañana iniciaremos la Semana Santa y, siguiendo el ciclo litúrgico B de las lecturas, este Domingo de Ramos leeremos la Pasión según san Marcos.
 
Es un relato que empieza con la curiosa escena de Jesús en Betania, en casa de un tal Simón, apodado el leproso. Llega una mujer a la casa y unge la cabeza de Jesús con un costoso perfume de nardo, provocando la indignación de los que lo contemplan, que se escandalizan y no entienden el significado de su gesto.
 
La mujer ha ungido a Jesús como el Mesías. Y lo ha ungido sabiendo perfectamente quién es, porque lo ha ido a buscar a casa de Simón. Tiene muy claro qué clase de Mesías es el profeta de Nazaret: un Mesías que se hospeda en casa de un hombre conocido como el leproso: es decir, el impuro, el marginado, el olvidado, el rechazado. El representante de todos los excluidos de entonces, de hoy y de siempre.
 
Esta escena, y la disputa entre la mujer y los que no comprenden su gesto (son los propios discípulos de Jesús: ¿quién, sino ellos, estaría en Betania con él?) nos prepara para la celebración del Domingo de Ramos. Cuando mañana celebremos a Jesús entrando en Jerusalén, y lo recibamos con nuestras palmas, nos tendríamos que preguntar a qué Jesús estamos recibiendo. Cuando le demos la bienvenida, y le digamos que queremos acogerlo en nuestra ciudad, en nuestras casas, en nuestro mundo, en nuestras vidas… ¿a qué Jesús se lo diremos?
 
Porque podríamos estar acogiendo al mismo Jesús que vitorearon las multitudes, que proyectaron en él sus deseos de poder y de protagonismo. Entonces estaríamos participando del gran malentendido del Domingo de Ramos: las multitudes aplaudieron a un Mesías triunfador, destinado a conquistar el poder mediante el uso de la fuerza, que no tenía nada que ver con lo que Jesús representaba. O podríamos estar recibiendo al Jesús que se hospedó en casa de Simón el leproso, el Mesías del servicio que se puso al lado de los marginados, proclamando que eran los preferidos de Dios y que, por ello, terminó en la cruz: el Mesías de los pobres, ungido como tal por aquella mujer, en Betania.
 
Si el Domingo de Ramos no acogemos a este Jesús sencillo, tomando distancia respecto al frenesí de las multitudes (que raramente captan las sutilezas del amor de Dios), no entenderemos nada de lo que viene a continuación: ni el lavatorio de los pies del Jueves, ni la entrega amorosa del Viernes en la cruz, ni en qué consiste la Nueva Vida del Domingo.


 

Lunes 25 Diciembre 2023
 


¡Feliz Navidad! Celebramos hoy un nacimiento singular: el de un niño, vulnerable e indefenso, que llegó a este mundo en total anonimato, desconocido por los poderosos e importantes de la sociedad de su tiempo, y que, sin embargo, nació también marcado por la promesa de que cambiaría el curso de la historia, como anunció el ángel a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2, 10-12).

Fueron ellos, los irrelevantes y pobres pastores, los primeros en visitarlo en el establo en el que había nacido. Si pensamos por un momento en ese lugar humilde y sencillo, que cobijó a unos peregrinos involuntarios desplazados por el poder romano, podemos afirmar, sin duda, que olía a ovejas, pues tanto el lugar como aquellos quienes fueron a visitarlo, estarían impregnados de su olor. De hecho, ese fue el primer olor que rodeó al recién nacido, y que quedaría grabado en su memoria. La ciencia moderna afirma que la memoria olfativa es la más primitiva y también la más emotiva de las experiencias que llegamos a acumular como recuerdos. Un olor, y un sabor, nos trasladan inevitablemente a una vivencia remota, grabada en nuestra memoria, y nos vinculan con ella.

¿A qué huelen las ovejas? Quien conoce el campo, y la vida de los pastores, sabe que las ovejas huelen a sudor y a estiércol, es decir, a pobreza, y a humanidad. Su olor no es perfumado, ni transmite la solemnidad del incienso o de lo sagrado. Es más, quien mucho se acerca a las ovejas, y asume la responsabilidad de su pastoreo, no solo acaba oliendo como ellas, sino que se llena de garrapatas, sus parásitos inevitables. En la fiesta de hoy vemos cómo Jesús nació en un pesebre, en un corral, y así vino a impregnarse del olor que desprenden tanto los animales, como la humanidad que los acompaña, significada en los pastores. Un olor penetrante, que genera rechazo, a la vez que define un compromiso con los pobres y marginados.

Hoy en día, podemos añadir, las ovejas huelen a drogas, a migrantes, y a exclusión. Es el olor de quienes luchan por sobrevivir en la periferia de las sociedades, y han sido desprovistos de su dignidad, como lo fueron los pastores en el relato de la Navidad. Ese es el primer olor que conoció Jesús. Y es el olor propio de la Navidad. Al Papa Francisco le gusta pedir que los pastores huelan a oveja. La Navidad nos enseña que ese olor fue asumido desde su nacimiento por el niño que adoramos, un olor que obliga a la cercanía y solidaridad con los sufrientes que se multiplican a nuestro alrededor. Es solamente en este intercambio con las ovejas y sus pastores en el que podemos llegar a comprender al Salvador inesperado que vino a asumir plenamente toda nuestra humanidad para así compartir con nosotros su divinidad.


 

Viernes 8 Diciembre 2023
 


Isaías es, en cierto modo, el profeta del Adviento. Sus textos (que, a pesar de haber sido escritos hace veintiocho siglos, tienen la capacidad de conmovernos como si hubiesen sido redactados ayer) están especialmente presentes en las eucaristías de este tiempo de preparación para la Navidad. Es lógico: mientras nos disponemos a celebrar el nacimiento del Príncipe de la Paz en el pesebre de Belén, leemos al poeta de Israel que con más ahínco soñó con la paz. Algunas de sus páginas e imágenes más inmortales y conocidas son, en efecto, bellísimos cantos en contra de la guerra y a favor de la no-violencia: «De las espadas forjarán arados; de las lanzas, hoces. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra» (Is 2,4) (1). O este pasaje, justamente famoso, que no por ser tan conocido deja de asombrarnos: «El lobo convivirá con el cordero; el leopardo se acostará junto al cabrito; el novillo y el león engordarán juntos, y un chiquillo los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se tumbarán juntas; y el león comerá paja como buey. El niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la cueva de la serpiente. Nadie hará mal ni daño alguno en ninguna parte de mi santo monte, porque la tierra estará saturada del conocimiento del Señor, así como las aguas cubren el mar» (Is 11,6-9).
 
En este Adviento de 2023, el sueño de paz de Isaías parece muy lejano, incluso más lejano e inalcanzable que hace unos años. El mundo, nos dicen los analistas, se está volviendo un lugar más violento, si lo comparamos con el escenario que teníamos apenas a inicios de siglo. Aparte de decenas de enfrentamientos menores (que, no por ser menores dejan de provocar innumerables víctimas), hay conflictos armados a gran escala en Burkina Faso, en Somalia, en el Sudán, en Yemen, en Myanmar, en Nigeria y en Siria… aparte, obviamente, de la guerra de Ucrania, en el corazón de Europa (que en febrero de 2024 cumplirá dos años, con cientos de miles de militares y más de 10.000 civiles fallecidos hasta la fecha) y la guerra entre Israel y Hamás, que ya acumula cerca de 20.000 víctimas mortales. La Franja de Gaza, paradójicamente, está situada a menos de cien quilómetros de Belén, el lugar del nacimiento del Príncipe de la Paz.
 
¿Qué hacer, ante este panorama? ¿Olvidarnos para siempre de Isaías y sus sueños? ¿Rendirnos a la convicción de que la humanidad jamás podrá erradicar la guerra? ¿Comprender que mientras haya inmensos intereses económicos pendientes de la industria armamentística, jamás se forjarán arados de las espaldas? Es una postura tentadora. Los hechos parecen respaldarla.
 
La alternativa es, por supuesto, reivindicar el sueño pacifista de Isaías como un camino mejor. Afirmar que, ante esta especie de regreso a la guerra que estamos experimentando, Isaías, así como el Evangelio de Jesús (quien afirmará que son dichosos los que trabajan por la paz) son más necesarios que nunca. La alternativa es trabajar desde la posición de cada uno para que estas guerras de hoy sean los últimos coletazos de una humanidad antigua, que algún día desaparecerá, para dar paso a una humanidad nueva, apegada a la paz, fiel a la visión de Isaías, y a la de Jesús.
 
Cada uno de nosotros, desde nuestras actitudes cotidianas, optando a diario por modos no violentos de dirimir los pequeños conflictos en que nos hallemos inmersos, apostando por el diálogo y promoviendo la justicia, podemos trabajar para que esta humanidad nueva no sea una quimera. En Adviento, en este Adviento, no estaría nada mal que pudiésemos redoblar nuestra apuesta por la paz. Al final, no lo dudemos, Isaías tendrá razón.   
 
 
(1) Esta frase, como es bien sabido, está esculpida en un muro en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York.


 

Jueves 7 Septiembre 2023
 



En las eucaristías de los dos últimos fines de semana (domingos XXI y XXII del Tiempo Ordinario, en el ciclo A que estamos siguiendo este año) hemos leído el relato del diálogo de Jesús con sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo, según el Evangelio de Mateo (Mt 16,13-27). En dos momentos distintos del pasaje, Jesús se dirige a Pedro con dos frases contrapuestas, dos afirmaciones en las que la segunda parece ser exactamente el reverso de la primera. Cuando Pedro declara que Jesús es el Mesías y el Hijo del Dios vivo, Jesús exclama: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo!» (16,17). Luego, cuando Pedro reprende a Jesús, diciéndole que no puede ser que él tenga que ser ejecutado, Jesús, después de hablarle con una dureza inusitada, tratándolo de Satanás, añade: «Tú piensas como los hombres, no como Dios» (16,23). Si primero ha dicho que la declaración de fe de Pedro viene de Dios, después Jesús asegura que el intento de Pedro de desviarlo de su misión es un pensamiento netamente humano. El relato, en resumen, nos deja muy claro que hay una forma de pensar propia de los hombres, que se opone a la forma de pensar de Dios.
 
¿En qué consisten estas dos formas de pensar? ¿Cómo piensan «los hombres»? ¿Cómo piensa Dios?
 
Lo podemos deducir a partir del contexto en que estas frases son pronunciadas, y también fijándonos en lo que Jesús dice a continuación: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda la vida por mi causa la encontrará» (16,25).
 
Pensar como los hombres, pensar humanamente, sin tener en cuenta el Evangelio, es anteponer nuestro bienestar y nuestra comodidad personal a cualquier otra consideración. Es vivir buscando, por encima de todo, nuestra tranquilidad. Es vivir sorteando conflictos, intentando que las angustias y los sufrimientos de los demás no nos salpiquen, evitando los problemas, los peligros y los dolores de cabeza. Es hacer de nuestra seguridad personal el bien absoluto al que aspiramos.
 
Pensar como Dios es comprender que, a veces, en la vida hay que arriesgar nuestro bienestar para conseguir que el mundo se parezca un poco más al reino de Dios. Es entender que, si bien nuestra tranquilidad es importante, hay cosas mucho más importantes: la construcción de un mundo más justo, la creación de entornos de auténtica libertad, de espacios donde quepa todo el mundo, donde no haya sitio para la explotación o el abuso de nadie sobre nadie: las razones, en definitiva, por las que Jesús (que pensaba como Dios, y no como los hombres) decidió ir a Jerusalén a enfrentar el sistema injusto que oprimía a su pueblo, a sabiendas de que allí le esperaba el fracaso.
 
Podemos profundizar un poco más: pensar como los hombres también es ver el mundo como algo ya terminado, ya hecho, que existe para colmar nuestras necesidades. Es concebir el mundo como si fuese un enorme supermercado, con los estantes llenos de productos y recursos bien dispuestos, listos para que yo me los lleve a casa… sin pensar en que, tarde o temprano, el supermercado quedará vacío.
 
Pensar como Dios es entender que el mundo es un proyecto por hacer, que entre todos debemos seguir creando. Es imaginar el mundo como un campo que debe ser cultivado con pericia, amor y dedicación, un campo inmenso que tú y yo podemos continuar sembrando, regando, podando, para que nunca deje de producir alimentos.
 
Pensar como los hombres es ver a los demás como medios para conseguir nuestros fines, y pensar: «De tal persona puedo obtener afecto; de este, en cambio, dinero, pues es rico; de aquel, consejos, pues es sabio; del de más allá recomendaciones, pues está muy bien conectado con gente importante»…
 
Y pensar como Dios es preguntarme: «¿Qué puedo hacer yo por los demás, para que él, ella, el de más allá, vivan mejor, una vida más plena?».
 
En definitiva, pensar como los hombres es tener una mentalidad depredadora; pensar que la realidad existe únicamente para que yo obtenga de ella lo que necesito para lograr mi bienestar. Pensar como Dios es actuar a partir de una mentalidad creadora: ¿qué puedo hacer para enriquecer la realidad que me rodea?
 
Cuando tomamos decisiones, ya sean triviales o, sobre todo, de cierto calado, ¿las tomamos pensado como el Pedro que aseguró que Jesús era el Hijo de Dios… o como el Pedro que se asustó ante la perspectiva de la cruz? ¿Las tomamos pensando como Dios, o como los hombres?


 

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