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CON GETSEMANÍ EN EL CORAZÓN

Jueves 29 Marzo 2018



Dentro de la Semana Santa, esta noche empieza el Triduo Pascual, que se abre con la celebración del Jueves Santo, la conmemoración de la Santa Cena del Señor. Hay muchas formas de acercase a la Semana Santa y al Triduo. Una de ellas es considerar los distintos escenarios en los que sucede la Pasión de Cristo, texto que durante estos días leemos en dos ocasiones: en el Domingo de Ramos la versión de los sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) siguiendo los ciclos anuales del leccionario (este año corresponde Marcos) y la versión de Juan, que cada año proclamamos durante el Viernes Santo.   
 
Los escenarios de la Pasión nos llevan desde la entrada a Jerusalén, hasta la tumba de Jesús, pasando antes por la casa de Simón el leproso, el Cenáculo, la finca de Getsemaní, la residencia del Sumo Sacerdote, el palacio de Pilato, y el Gólgota. Aunque todos estos lugares son importantes, Getsemaní sigue siendo el lugar que más me conmueve, el lugar que, para mí, más sentido le da a la experiencia de la Pasión.
 
Siguiendo la versión de Marcos, tras la cena pascual, Jesús y sus discípulos se dirigen a Getsemaní. Ya en el camino, Jesús le dice a sus discípulos que lo van a abandonar, anuncia una vez más su Resurrección y predice la negación de Pedro. Llegando a la finca de Getsemaní, Jesús muestra su humanidad. Getsemaní es donde presenciamos que Jesús, a pesar de ser Hijo de Dios, sufre como hombre. Y nos atrevemos a pensar que Jesús no sufre tanto en anticipación del intenso dolor físico que le espera, sino por el pesar de abandonar a los suyos, a los que amaba. No podemos despojar a Jesús de su humanidad, no le podemos quitar a la Pasión el paso por Getsemaní. La absoluta entrega de Jesús al plan de Dios sólo tiene sentido si vemos cómo Jesús supera, una vez más, la tentación de no ser el Hijo amado de Dios.    
 
Para entender esta última tentación de Cristo, recordamos que después de la celebración del Miércoles de Ceniza, empezamos cada año los domingos de Cuaresma con el texto de las Tentaciones. Este año leemos básicamente a Marcos, evangelio en el cual el texto de las tentaciones apenas ocupa dos versos (Mc 1, 12-13.) Es Lucas el que más claramente indica que “acabadas todas sus tentaciones, el diablo se alejó de él por un tiempo” (Lc 4, 13) velada amenaza de que el diablo volverá a la carga en otro momento más propicio para él. Y ese momento es Getsemaní.
 
En Getsemaní, antes de ser prendido, Jesús manifiesta que se muere de tristeza. En el huerto de Getsemaní, Jesús le pide a sus discípulos que recen, precisamente para no caer en la tentación. En el jardín de Getsemaní, se repite la escena de la Transfiguración (como también sucede en Mateo). Jesús se lleva aparte a los mismos discípulos que se llevó en la Transfiguración—Pedro, Santiago y Juan. Jesús entonces reza en voz alta al Padre cercano, a quien se dirige como “Abba”, suplicando la posibilidad de apartar el trago del sufrimiento, sometiéndose acto seguido a la voluntad del Padre. Y como en la Transfiguración, los discípulos se han dormido, y Jesús le increpa a Pedro—que ha vuelto a ser Simón, ha perdido su identidad—y le ordena que pida no caer en la tentación.
 
¿Qué tentación ha experimentado Jesús? Si vemos el paralelo con la Transfiguración—que siempre leemos en el segundo domingo de Cuaresma, precisamente después de las tentaciones—si nos damos cuenta de que esta escena en Getsemaní es un paralelo con la escena en lo alto del Monte Tabor, sabemos que la tentación es que Jesús—en su profunda libertad—optara por no actuar como el Hijo de Dios que es, y decidiera no someterse al escarnio de la Cruz. En la Transfiguración, la voz de Dios indica a sus discípulos, “Este es mi Hijo, el amado”. Es un anuncio de la identidad de Jesús, que además lo conecta con su bautismo, pues la misma voz proclama el mismo mensaje, en un bautismo que no es de limpieza ritual—pues Jesús no tiene pecado—sino de identidad. Esto es Getsemaní: una nueva, una última tentación de identidad. El Hijo del Hombre supera en un instante la tentación de no querer ser quien es no sometiéndose a la Cruz.
 
El Jueves Santo recoge y recrea esta experiencia en la adoración que sigue a la celebración de la Eucaristía. Desde el final de la Misa hasta, como mínimo la medianoche, nos postramos ante la presencia real del Jesús que se ha debatido unos segundos en humana ansiedad entre el amor a la vida y el amor al Padre y su voluntad. El Jesús que por un instante le suplica al Padre que le despoje de su identidad. Y es la tentación superada lo que llena de significado y profundo amor la decisión firme de dejarse clavar en una cruz. Es Getsemaní que nos acerca al Dios humano como nosotros, tentado pero firme, que sufre, pero que ama como nosotros estamos llamados a amar. Es Getsemaní que nos muestra lo que somos capaces de hacer cuando nos sentimos hijos profundamente amados por el Padre. Es con Getsemaní en el corazón que nos acercamos y entendemos la Cruz, entrega absoluta al amor del Padre y al amor del prójimo. Con Getsemaní en el corazón entenderemos la belleza de la Resurrección que nos espera al otro lado de la Pascua.
 
¡Feliz Semana Santa!

 

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