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JUEVES SANTO: LA COMUNIDAD QUE SIRVE

Jueves 13 Abril 2017



«Las fuentes de comida humeante sobre la mesa: ya todo está listo para la cena, que empezará de un momento a otro. Me gustaría que esta noche supiéramos ser, más que nunca, una familia de verdad, un grupo de compañeros leales, comprometidos los unos con los otros, llenos de confianza en el sentido y la belleza de nuestro mensaje. Es cierto que a menudo no sabemos llevar a la práctica lo que soñamos; entre nosotros hay tensiones. No siempre nos entendemos, ni entendemos a Jesús. Hay días en que lo peor de nosotros mismos (las envidias, la competitividad, los deseos de brillar, las antiguas ideologías que todavía palpitan en nuestros corazones y nos separan, los miedos…) se adueña de nuestras mentes y espíritus, y entonces discutimos, y nos herimos, y parece que se vaya a desmoronar todo lo que hemos venido construyendo con tanta ilusión desde hace ya varios años. Hoy no debería ser así: celebremos la Pascua, nuestra amistad y nuestra fe; celebremos nuestra esperanza, con aquella alegría que tantas veces experimentamos al lado de Jesús».
 
El maestro y sus amigos más cercanos se han reunido para la cena de Pascua. Están en Jerusalén. Flota en el ambiente de la sala en la que ahora van entrando un soplo de incertidumbre, de expectación, mezclado con el aire festivo de estos días señalados: muchos intuyen que algo inusual está por ocurrir, pero no saben qué será. El conflicto con los dirigentes del pueblo, que viene gestándose desde hace tiempo, se ha exacerbado en las últimas semanas y días, sobre todo desde que Jesús echó a los vendedores y cambistas del templo… y ello contribuye a que un aire de amenaza planee sobre el grupo. Sin embargo, hoy celebran.
 
«Comemos y bebemos, conversamos animadamente. Reímos. ¡Estamos bien! Durante un buen rato parece que hayamos podido ahuyentar todos los malos presagios. Después de dos o tres copas y de llenar el estómago con queso, aceitunas, dátiles y este delicioso cordero, incluso el choque, quizá inevitable, con los sumos sacerdotes, no nos parece tan terrible, ni definitivo, ni difícil de enfrentar. Siempre hemos salido adelante, esta vez no será distinta. Judas sí está bastante raro, muy callado (aunque él es taciturno por naturaleza) y con la mirada un poco perdida. Él sabrá. Lo indudable es que el momento, el compartir, es hermoso: la fraternidad que vivimos no tiene precio».
 
Llevan años juntos, caminando de la mano de Jesús, a quien conocieron en su Galilea natal. Han sido años intensos, sin tiempo para aburrirse. Viajes, encuentros con todo tipo de gente, conversaciones sin fin, discusiones, momentos dulces y momentos amargos, y el desafío que el maestro les plantea a diario; el reto de revisar todas sus preconcepciones, de aprender a mirar la vida con ojos nuevos, de ver lo escondido en los demás: las virtudes que no sabían advertir en aquellos que de natural hubiesen despreciado (por extraños, por descreídos, por enemigos), y los egoísmos que no querían ver en los que, en teoría, les eran más afines. Jesús ha transformado sus miradas.
 
«Qué rato más agradable. Todos los momentos duros y nuestros desvelos y angustias valen la pena si al final podemos experimentar espacios como este, de fraternidad real, de compañerismo, de dicha. Ah. Jesús se levanta, parece que nos quiere decir algo… pero, ¿qué hace? ¿Por qué deja su manto y se ciñe este paño en la cintura? ¡Se arrodilla!… ¿acaso nos quiere lavar los pies?»
 
Un silencio reverencial ha substituido la algarabía que llenaba el comedor hace tan solo un instante. Únicamente se escucha el goteo del agua tibia, cayendo de la jarra hasta los pies de los comensales y de allá a la jofaina que Jesús va colocando frente a cada uno de ellos. No tiene prisa, lava los pies de sus amigos con lentitud, dejando que ellos absorban el momento, conscientes de la intimidad que provoca su gesto delicado y profundo, y a la vez embargados por la extrañeza desconcertante y un poco molesta que viene del hecho de que sea él, su guía, quien realice este acto propio de esclavos.
 
«Se acerca a Pedro y Pedro, por supuesto —siempre él, incapaz de reservarse un pensamiento, aunque esta vez no le reprocho nada, pues creo que todos estamos rumiando lo mismo— protesta, pone objeciones a lo que está ocurriendo. Hablan, casi discuten. Jesús insiste. Finalmente le lava también los pies a Simón. Y a todos. Y ahora regresa a su lugar, se sienta, y nos explica el porqué de esta extraña ceremonia».
 
Solamente el paso del tiempo y la perspectiva que les darían los acontecimientos dramáticos que se iban a desencadenar pocas horas después de aquella cena, permitirían a los amigos de Jesús ir comprendiendo la fuerza de aquel último gesto. Un día, al fin, aceptarían que siempre será falsa la dicha de una fraternidad que no sabe servir. Y que un amor auténtico siempre se traduce en servicio.
 
«El lavatorio de pies nos ha dejado a todos un poco estupefactos. Luego Jesús y Judas han tenido un altercado, y el Iscariote se ha ido de la casa dando un sonoro portazo. Ahora caminamos por las estrechas callejas de la ciudad santa, bajo las estrellas, camino del huerto de Getsemaní, donde pasaremos la noche. Tengo que seguir cavilando sobre lo que nos ha querido mostrar Jesús arrodillándose con su jarra, su toalla y su jofaina, ante nosotros. Salimos de la ciudad. Hace frío, el aire huele a ciprés, a romero y a jazmín. Todo está bien. Todo saldrá bien».   


 

Mas sobre el tema: martí colom , reflexión , jueves santo
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