Pablo Cirujeda, colaborador habitual de este blog, nos presenta la autobiografía novelada de Dorothy Day escrita por Isabel Gómez-Acebo.
El siglo XX nos ha dejado, entre muchos otros, un legado humano en forma de numerosas vidas singulares. Como todos los tiempos convulsos, vio aflorar lo mejor y lo peor del ser humano en todos los ámbitos – también así en la Iglesia, que se vio en muchos casos incapaz de responder con prontitud a los retos que esos tiempos demandaban. Destacan, en contraste, las vidas de aquellos que, aun sin saberlo, se adelantaron con su lenguaje y sus compromisos a lo que, en una cómoda retrospectiva, todos somos capaces de señalar.
Isabel Gómez-Acebo nos adentra, con una empatía difícilmente disimulable como mujer y como madre, a una de estas vidas que fue testigo de la accidentada historia del pasado siglo en los Estados Unidos. Dorothy Day, a través de su autobiografía novelada, nos va llevando de la mano a través de los sucesos que marcarían su vida, y frente a los cuales siempre buscó formular una respuesta coherente con sus valores, que acabarían guiando su propia conversión a la fe católica.
La Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, o la Segregación Racial fueron los escenarios en los cuales fue madurando el compromiso de una vida siempre encarnada en la realidad, alimentada por una espiritualidad sin pretensión de elevarse, sino que se conmovía frente al sufrimiento ajeno.
Comunista, sindicalista, feminista, periodista, oblata benedictina, antiabortista, pacifista, anarquista o conversa, los calificativos con los cuales querer entender y definir a Dorothy Day se pisan mutuamente, a la vez que se agotan al intentar encajarla en una sola categoría ideológica, algo tan en boga en nuestros tiempos. La complejidad de una vida humana que se consumió para abrazar a pobres y adictos, alejados y descartados porque no se entendía a sí misma sin los demás, sacudió con su ejemplo a la sociedad de su tiempo y generó un movimiento de solidaridad con los excluidos cuyos ecos han permanecido hasta la actualidad, tan necesitada de testimonios creíbles como el suyo.
La fe es un camino tortuoso, y nadie lo sabe mejor que aquellos que lo han recorrido en una búsqueda de sentido muchas veces a despecho de su entorno y de los suyos. Dorothy Day no estuvo exenta de luchas interiores, ni de contradicciones, y toda su vida buscó alimentar ese camino con lecturas de aquellos que lo han caminado antes, y con amistades que pudieran sumarse a su pasión por la justicia social.
Cuando el Concilio Vaticano II formuló que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son los de los discípulos de Cristo” Dorothy Day llevaba décadas viviendo ese mismo compromiso, habiendo pasado por la cárcel, la calle, los hospitales y sobre todo compartiendo techo y plato en sus casas de acogida para personas sin hogar, muchas veces víctimas de su alcoholismo y adicciones.
El Papa Francisco afirma que “cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio” (Gaudete et Exsultate n. 19). Con justa razón se abrió el proceso para la canonización de Dorothy Day, una vida que fue capaz de traducir como pocas las obras de misericordia en compromiso real. Con su pluma íntima y amena, Isabel Gómez-Acebo nos permite recorrer esa vida desde la mirada de su protagonista y sentir con ella su pasión por el Amor.
En el día de hoy la Iglesia se centra en el relato impactante y poderoso de la Pasión según San Juan. Escuchando la narración de los sucesos que llevaron a la muerte en cruz de Jesús, es inevitable que en este día nuestra mirada se centre en el sufrimiento humano, al que él mismo se sometió.
El sufrimiento y el dolor son parte intrínseca de la experiencia humana, aunque todos quisiéramos que nuestros seres queridos y nosotros mismos estuviéramos exentos de ellos. La enfermedad, la injusticia, la envidia o las rivalidades tarde o temprano acaban engendrando padecimientos en nuestra persona o en quienes nos rodean, y frente a ellos, una y otra vez, se pone a prueba nuestra confianza en Dios.
Es por eso por lo que el relato de la pasión de Jesús que leemos hoy nos alcanza de manera muy personal, porque lo contiene todo: encontramos escenas de bondad, ternura, amistad, solidaridad, a la vez que otras marcadas por la traición, mentira, violencia y muerte. Todo el abanico de la experiencia humana está representado en el relato de la Pasión, desde lo más positivo hasta lo más oscuro: podemos afirmar que Jesús transitó por la condición humana al completo.
A su vez, Jesús es capaz de integrar esa gran variedad de experiencias y vivencias en un solo proyecto, y de ofrecérselo todo al Padre, tanto lo agradable como lo indeseable. No acumula rencores, y acepta las disyuntivas y contradicciones de su vida con confianza en la voluntad del Padre. Hace suyas las palabras del salmo 30, que conocía de memoria: “A ti, Señor, me acojo, que no quede yo nunca defraudado. En tus manos encomiendo mi espíritu y tú, mi Dios leal, me librarás. (…) Yo, Señor, en ti confío. Tú eres mi Dios, y en tus manos está mi destino.”
Las preguntas que persiguen a Jesús, en la víspera de su pasión, y a cada uno de nosotros, ante situaciones similares, son las mismas: ¿quién tendrá la última palabra frente al sufrimiento, la injusticia, la enfermedad, y la muerte? ¿El amor de Dios realmente es capaz de vencer al mal, al dolor, la humillación? Hoy vemos que la respuesta de Jesús es la respuesta de la fe, es decir, de la confianza inquebrantable en Dios más allá de la comprensión de lo que está sucediendo. “Yo, Señor, en ti confío…” Cuando me quedo solo, en ti confío. Cuando soy víctima de la injusticia, en ti confío. Cuando mi cuerpo llegó a su límite, en ti confío…
El abandono, el silencio, y la confianza con la que Jesús se entrega hoy a su Padre hoy nos hacen vibrar, porque nuestra propia condición humana se identifica necesariamente con alguna de las vivencias que experimentó Jesús en su pasión. Hoy somos llamados a renovar con él nuestra fe, que se define con estas sencillas palabras: Yo, Señor, en ti confío.